viernes, 22 de octubre de 2010

tercera parte, capítulo vigésimo cuarto

Hacía al menos una hora que Alania había sido abandonada por completo en la habitación del Qiam. Suponía que había algún guardia en la puerta, pero parecían haber decidido que no representaba ningún peligro en sí misma y no habían visto la necesidad de llevarla a ningún calabozo.

No se quejaba, claro. El sofá del Qiam era tan cómodo como el del príncipe y le habían dejado leche y galletas sobre la mesa, pero no le gustaba estar encerrada en contra de su voluntad, ni siquiera en la habitación más cómoda de la Nación.

Para pasar el rato había paseado arriba y abajo de la sala, admirando los tapices que presidían la chimenea y hojeando los papeles que Zealor Yahir tenía en su escritorio. No supo encontrar nada incriminatorio. No era que esperara un papel en el que dijera “quemé vivo a mi hermano mayor y envié al pequeño una temporada con los humanos”, pero si hubiera habido alguna pista sobre sus malvados planes… Pero dejar pistas a la vista era de idiotas y el Qiam nunca le había parecido idiota.

No, lo que allí había eran muchos documentos acerca del Luto y las sucesiones. Todo era relativo al papel del Qiam en esos momentos, a las ceremonias que habían de llevarse a cabo, los rituales a tener en cuenta. Era tan metódico que incluso tenía documentos de antiguas sucesiones ocurridas siglos ha y árboles genealógicos de diferentes familias de la Nación. Se entretuvo especialmente cuando encontró el árbol de la familia Hund, con todos los tíos, primos y sobrinos de su padre, e incluso en el de lo Yahir, familia más antigua que la suya y en la que Zealor constaba como último superviviente.

Ese papel necesitaba una revisión urgente.

Todas esas familias, se dio cuenta, tenían lejanos parentescos entre sí, incluso la suya y los Yahir, y enramaban, a la larga, con la familia del rey. Se preguntó como se lo tomaría Faris si le decía que eran primos lejanos. O Jaron. Seguro que el medioelfo gruñiría, como siempre. Tenía que acordarse de comentárselo cuando lo viera.

Si es que alguna vez volvía a verle. Su Alteza había dicho que había vuelto a su casa.

Con un suspiro separó la silla de la mesa, agobiada de repente por tanto papel y tanto nombre, y volvió a centrarse en su miserable situación.

Estaba metida en un buen lío.

Si el Qiam había mandado a buscar al príncipe seguro que era por algo importante. Algo suficientemente importante como para dejarla sola más de una hora en los mismísimos aposentos del Qiam. Y por su culpa ahora sabían que Faris la había estado ocultando aún cuando el Qiam la había acusado de Alta traición…

No, la culpa no era suya. La culpa era de Faris, por dejarla sola. De su madre, por dejarla en casa con una vecina. De su padre incluso, por haberla dejado con Jaron Yahir. Nunca nadie contaba con ella para nada. Y para variar le iba a tocar a ella espabilarse sola para salir del embrollo en que se habían metido.

Con las manos en la cintura barrió la habitación con la mirada mientras pensaba en el siguiente paso a dar. Lo que estaba claro era que debía escaparse y buscar el modo de avisar a Faris. A estas alturas ya debía de estar de regreso si no había mentido en su nota.

Se asomó a la ventana y casi se sintió desfallecer. Había por lo menos tres pisos hasta el suelo. Nada que ver con el pequeño salto desde la biblioteca de su padre a su jardín.

-Piensa, Alania, piensa.

Se acercó entonces a la cama del Qiam. Era una cama grande, de al menso dos metros de largo por otro tanto de ancho. Cabían por lo bajo seis como ella en esa cama. No entendía para qué necesitaba el Qiam una cama tan grande, pero a ella ya le iba bien. Y su madre le había enseñado siempre que a caballo regalado no se le mira el diente.

Sacó las sabanas, de tela fuerte y suave, y con ayuda de un abrecartas hizo jirones de ellas mientras recordaba las lecciones que le habían dado en la escuela acerca de la austeridad.

“Es la mayor de la virtudes, la más pura. Es por eso por lo que es la favorita del Qiam”.

Pues ni la cama ni las sábanas, ni el bello abrecartas, ya puestos, hablaban precisamente de austeridad. Alania sospechaba que a este Qiam precisamente esa virtud no le agradaba especialmente.

Con gran esfuerzo logró anudar los jirones entre sí y miró con satisfacción su obra. La improvisada cuerda hacía al menos siete metros. No era la altura ideal hasta el suelo, pero serviría. Así, ató uno de los cabos a la pata de la robusta cama y dejó caer el resto por la ventana.

Hizo un mohín al darse cuenta de que entre el nudo que la sujetaba a la cama y el tramo que llegaba a la ventana había perdido al menso metro y medio. Bueno… No pasaba nada. No hacía falta llegar hasta el suelo. Tal vez con llegar a otra ventana…

Maldijo para darse ánimos. Empezaba a clarear y no podía entretenerse mucho más. Así que con resolución se guardó el abrecartas en el cinto y, agarrando las sabanas con ambas manos, trepó a la ventana para empezar el descenso.

Lo que más le costó fue dejar la balaustrada y empezar a bajar por la pared. Su cuerpo no le respondía y su mente trataba de inventar excusas para regresar a la habitación. Y la verdad, eran buenas excusas. Así que pensó en su padre y su madre, que debían de estar muertos de preocupación. Pensó en su príncipe y en la Nación, en el peligro que representaba el Qiam para todos. Y sobretodo pensó en Jaron y en Nawar y en la vergüenza que pasaría si tenían que venir a rescatarla como a niña tonta sólo por un poco de vértigo.

De ese modo quedó colgando de la cuerda, resbalando hasta apoyar los pies en uno de los nudos y mirando al frente. No quería mirar arriba y ver como algún nudo se aflojaba, ni quería mirar abajo y ver cuánto le quedaba aún para llegar al suelo. Contó hasta cinco mientras dejaba escapar el aire en rápidos bufidos, permitiéndose un breve momento de pánico antes de continuar.

-¡Mueve tu culo antes de que la cuerda ceda, idiota! -masculló entre dientes mientras relajaba los pies de su agarradero y empezaba a bajar, siempre mirando al frente, atenta a sus manos, que se aferraban a la cuerda, ahora la derecha, ahora la izquierda.

Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda.

Llegó a la altura otra ventana algo más pequeña que la del Qiam y se atrevió a mirar hacia abajo para asegurarse de que le quedaba cuerda suficiente para hacer al menos un piso más. Seguramente sí, teniendo en cuenta que apenas había avanzado tres metros.

El siguiente tramo le costó un poco menos, aunque se llevó un buen susto cuando una de las manos, sudorosa y torpe, se le resbaló. Pero logró aferrarse a la cuerda de nuevo y se quedó allí, respirando pesadamente hasta que su corazón se calmó de nuevo. La ventana del piso en que se encontraba tenía un balcón. No era una gran terraza, pero era bastante más prometedor que el alfeizar de la ventana del piso superior. Y no le quedaba mucha más cuerda.

No supo muy bien cómo lo consiguió, pero logró balancearse y dejarse caer en el balcón sin que la cuerda se rompiera. No supo calcular bien el salto y cayó de rodillas, rasgando los pantalones contra el suelo y parte de su piel por el camino. Los brazos le dolían, desde los hombros hasta las muñecas, e incluso sentía los dedos agarrotados, pero estaba fuera del alcance del Qiam. Un poco de sangre en sus rodillas era un pequeño precio a pagar.

Se puso en pie, tragándose el dolor de hombros y rodillas, y se asomó a la ventana que daba al balcón. Parecía una habitación más grande que la del Qiam, pero estaba vacía. Entró con cuidado de no tropezar con nada en la oscuridad. Intuyó una gran cama, más grande que la del Qiam o la del Príncipe y un escritorio limpio de papeles. No se entretuvo mucho más, necesitaba llegar al pasillo y buscar unas escaleras. Aún le quedaba un trecho hasta la habitación de Faris y debía darse prisa si quería llegar antes de que empezara el funeral por su padre.

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