viernes, 3 de abril de 2009

Capítulo cuatrigésimo segundo




Rodwell bajó con dificultad las escaleras que conducían a los calabozos de su Majestad.

Los soldados que custodiaban las celdas se sorprendieron al verle allí pero el anciano insistió con firmeza en su decisión de ver al elfo en persona y, en vista de que no parecía una amenaza, le acompañaron finalmente hasta él.

El elfo alzó la cabeza al oírlos llegar y Rodwell comprobó que no le habían tratado bien. Tenía un ojo hinchado y amoratado y sangre seca bajo la nariz y en la barbilla. Y sintió pena por el ser, pues sabía que no habían hecho más que empezar con él. Sus ojos (ojo, de hecho, en esos momentos) del color de los helechos le miraron con suspicacia y cierta curiosidad. Rodwell calculó, en base a la edad de Jaron, que ese elfo debía de ser en realidad mucho mayor que él mismo, pero no sabía si entre ellos los habría tan ancianos o si era la primera persona de piel arrugada y cubierta de manchas con la que se encaraba el ser. Lo que estaba claro era que parte de las leyendas era cierta, pero que otras partes muy posiblemente no. No parecía especialmente demoníaco o mágico. No era más que un hombre capturado y torturado, y uno muy valiente dado su estoico silencio y su terquedad.

Rodwell hubiera deseado llenarlo de preguntas, saber cuantos más había, si cuidaban bien de los suyos, si Jaron iba a estar bien, pero sabía que los guardias no iban a dejarlo a solas con el elfo y no quería delatar a su abadía ni al muchacho.

Así que en lugar de eso se volvió hacia los guardias e inquirió:

-¿Se le ha dado ya comida y agua?

Uno de los soldados iba a contestar (negativamente, a juzgar por su expresión), pero su compañero se le adelantó:

-Nadie nos ha informado de qué comen estas criaturas, Padre Abad.

Rodwell gruñó, avanzando a golpe de bastón hasta la cercana mesa de los guardas.

-¿Qué van a comer? ¡Pan y Agua, como todas las criaturas del señor! -Y tomando un mendrugo de pan a medio roer de encima de la mesa regresó hacia la puerta de la celda.

Siguiendo su ejemplo, el guarda que había hablado acercó una jarra de agua y una copa.

Rodwell le sonrió como agradecimiento y luego se volvió hacia el elfo, tendiéndole el pan y el agua por entre los barrotes. El elfo le miró, desconcertado, pero debió comprender que el ofrecimiento era sincero pues finalmente tomó la copa y la bebió con avidez.

-¿Quieres más?

-Por favor.

Rodwell le sonrió, pasándole el pan y rellenado la copa.

-Así que hablas mi idioma, muchacho.

Las cejas del elfo volvieron a fruncirse, pero miró hacia otro lado, posiblemente intentando enmendar su error.

-Vamos, un poco tarde para fingir ahora.

-No hablo tu idioma, tú hablas el mío -admitió finalmente sin apartar los ojos del mendrugo de pan.

-Bien. Sea del modo en que sea, nos será más fácil entendernos si hablamos todos el mismo idioma, ¿no crees?

El elfo se bebió la segunda copa de agua, esta vez más moderadamente, pero no dijo nada más. Rodwell le observó comer en silencio, preguntándose si el elfo era consciente de cuanto iba a cambiar el mundo su mera presencia. Eso no iba a traer nada bueno, nada en absoluto. Había tenido que escuchar a los demás abades en la reunión con el rey y sus opiniones no habían tranquilizado al monarca. Ni a Rodwell. Ninguno de ellos había contemplado la posibilidad de que los elfos pudieran ser escuchados y mucho menos después de que el Rey les hablara de Sarai de Meanley, secuestrada por los elfos con apenas 18 años de edad.

La historia había exhaltado a los presentes y Rodwell no había sido una excepción. Por eso había querido ir a ver al prisionero en persona. Tal vez el elfo supiera de Sarai. Y si sabía de Sarai... ¿sabría de Jaron?

Pero mientras los guardias estuvieran alrededor lo único que podía hacer era aliviar el dolor del elfo y preocuparse por su querido hermano menor. La verdad, ninguna de las dos cosas iba a servir de mucho si no se le ocurría algo mejor.