domingo, 28 de febrero de 2010

segunda parte, capítulo cuatrigésimo primero





Alania se detuvo cuando a través de las calles pudo ver por fin el Castillo. Había llegado esa misma tarde a la Capital. No estaba allí desde que era una niña de no más de cuarenta años y la encontró más ajetrada y concurrida que entonces, más crispada, como si todo el mundo estuviese más nervioso.

El carretero que la había llevado hasta allí desde el último pueblo en que había dormido le había dicho que había rumores acerca de que la enfermedad del rey había empeorado y de que los traidores seguían sueltos, esperando poder volver a atentar contra el Qiam o incluso contra la corona. La muchacha sabía que todo eso eran una sarta de mentiras, al menos en lo que concernía a los traidores y sus intenciones, pero se había mostrado sorprendida, preocupada y dispuesta a dar a esos malditos su merecido si se los cruzara, como hubiera hecho cualquiera de los bravucones de su escuela. No era cuestión de llamar la atención, no cuando estaba tan cerca.

Sin embargo se detuvo a pocos metros de su destino cuando vislumbró la majestuosa figura del castillo al fondo de las callejuelas sin saber muy bien porqué. Ahí estaba, en lo alto de la colina. Desde sus torres se veía todo el valle, le había dicho su padre una vez, y sólo había un camino para llegar hasta el portalón de entrada. De pequeña le habían fascinado los hermosos estandartes y banderolas que ondeaban al viento, las vidrieras de colores y las hermosas figuras aladas que coronaban las más altas torretas. Ahora, aunque el castillo seguía pareciendole tan magnífico como entonces, se dio cuenta de lo insignificante que la hacía sentir. Era todo tan grande y tan inabarcable desde donde ella estaba... ¿Y pretendía entrar allí y ver al rey? ¿Cómo? ¿Con qué pretexto?

Niña tonta.

No podía arriesgarse a nombrar a Nawar y que el Qiam o alguno de sus hombres lo oyeran, ¿verdad? No, porque entonces la capturarían y la usarían en alguna trampa contra sus amigos. O peor. El Qiam querría saber porqué estaba en la capital y deduciría la conexión entre Nawar y el rey como había hecho ella.

Tonta. Tonta. Tonta.

Nawar tendría un plan. Su padre tendría un plan. Hasta el imbécil de Jaron Yahir tendría uno a estas alturas si estuviera en su lugar. Pero no ella. Su estúpido plan había consistido en ir al Castillo y hablar con el Rey.

Nerviosa, dio una vuelta a la manzana. Iba a tener que al menos sortear las puertas, eso estaba claro. Así que se situó en algún lugar desde donde pudiera observar la idas y venidas de la gente. Estaba oscureciendo y parecía que había más gente saliendo que entrando, pero algunos carros empezaban a subir la cuesta en ese momento, así como algunas personas a pie. Vio a una muchacha de aproximadamente su edad que se dirigía hacia allí cargadas con cesto de apariencia pesada y se le ocurrió algo.

Corrió hacia ella y la alcanzó cuando la chicha cambiaba el cesto de mano.

-Déjame que te ayude con eso -le dijo con voz grave y una sonrisa-. Parece pesado.

La muchacha mostró sorpresa y se sonrojó.

-Oh, no es necesario.

-Insisto -y adoptó una pose que pretendía ser chulesca y caballeresca a la vez. Había visto a algunos hombres intentar esas galanterías con su madre y siempre parecían algo tontos.

La chica pareció picar, o tal vez, como solía decir su madre, decidió que si era tan tonto como para ofrecerse merecía cargar con el peso. Fuera como fuese, asintió, aún sonrojada, y le dejó coger el cesto.

Pesaba tanto como parecía y la chica sonrió divertida al oirla quejarse.

-¿Quieres que lo llevemos entre los dos?

-No, no... No es nada -y Alania empezó a caminar con el pesado cesto para demostrarle que todo estaba controlado.

Ella rió y pareció relajarse. Tal vez le pareció adorable. O tal vez pensó que un muchacho así tenía que ser inofensivo. Fuera como fuese, empezó a caminar a su lado.

-Voy al castillo -le informó, indicando el camino con la mano.

-¡Qué bien! Yo también.

-¿Ah, sí?

-Mi padre va en ese carro de ahí adelante, pero yo me he rezagado -mintió.

-¿Y eso?

-¿Me creerías si te dijera que esperaba a que pasara alguna chica bonita a la que poder ayudar?

Alania hubiera dejado a cualquier chico que le soltara algo así hablando solo a la primera de cambio, pero ella sólo rió.

-¿Y qué ha pasado? ¿No había ninguna chica bonita y al final me has ayudado a mi? -quiso saber con un pestañeo.

Oh, vaya. Ese tipo de chica. Odiaba las chicas que forzaban a la gente a decir lo bonitas que eran con falsa modestia.

-Bueno, yo hubiera jurado que eras bonita -a pesar de ello interpretó su papel, aunque con pocas ganas. El cesto empezaba a pesar como un muerto.

Con un gruñido lo cambió de mano y esta vez ella ya no se ofreció a cargarlo entre los dos.

-¿Cómo te llamas? -Quiso saber la muchacha.

-Jaron.

-Yo me llamo Thamina.

“No te lo he preguntado”, pensó amargamente mientras se acercaban a las puertas.

Los guardias la saludaron con efusividad, lo que dio a entender a Alania que la tal Thamina era bastante popular en el castillo.

-¿Un amigo?

-Sí, y más caballeroso que vosotros -respondió ella burlona antes de explicarles que era hijo del mercader que acababa de pasar.

Alania bajó la cabeza y aceleró el paso al recibir las miradas hoscas de los guardias, que hicieron comentarios acerca de que parecía ir a desfallecer por el esfuerzo de un momento a otro, cosa que era verdad. Como tuviera que caminar con eso muchos metros más se le iba a caer todo por el suelo.

-No les hagas caso. Son unos bravucones celosos -le animó Thamina, cogiéndole el cesto de las manos-. Aunque más me valdrá correr hacia las cocinas antes de que la jefa me vea con un desconocido. A ella sí que hay que temerla -la muchacha le besó la mejilla-. Muchas gracias por todo.

-A disponer, mi señora.

-Si estás mañana a la misma hora quizás puedas volver a ayudarme -y tras acariciar su mano coquetamente se fue a toda prisa hacia una pequeña puerta tras la que Alania dedujo que se encontraban las cocinas.

Allí se volvió una última vez para despedirse y finalmente desapareció de su vista. Alania se sintió un poco mal por ella. Iba a estar muy decepcionada cuando no volviera a aparecer.

En fin...

Con las manos en los bolsillos, la muchacha se dirigió hacia la zona donde habían aparcado los carros. La mentira de que era hijo de uno de los conductores había colado una vez así que no veía porque no iba a volver a funcionar de ser necesario.

En cuanto encontrara un buen rincón se escondería y pensaría cómo continuar desde allí. Al fin y al cabo, ya estaba en el castillo y no había resultado tan difícil.

Seguro que se le ocurría algo antes de que el sol se acabar de poner.


lunes, 22 de febrero de 2010

segunda parte, capítulo cuatrigésimo





Bas'il finalmente la habia convencido para que se quedara en su casa mientras él salía a buscar a Alania.

-Llévate este pañuelo -le dijo al elfo antes de que este partiera-. Así Alania sabrá que vas de mi parte.

Y el señor de Dheireadh había partido hacia el malogrado Fasqaid, donde Laila esperaba que pudiera encontrar a su hija. Lo esperaba con todas sus fuerzas, porque si no estaba allí... ¡No! No iba a pensar en ello, pues de lo contrario se iba a volver loca encerrada en cuatro paredes, escondida incluso del servicio por miedo a que alguien la pudiera delatar.

Hacía tan solo unas horas que Bas'il había salido y la elfa sabía perfectamente que aún a caballo iba a tardar al menos un día y medio en ir a Fasqaid y volver, así que trató de encontrar con qué entretenerse entre los libros de la biblioteca. Nunca había sido muy aficionada a la lectura. Era una mujer muy activa y sentarse a leer le había parecido siempre un lujo digno de aquellos que no tienen nada mejor que hacer. Pero en aquel momento cualquier cosa era mejor que pasearse arriba y abajo de la sala mordiéndose las uñas.

Seleccionó un grueso volumen de historia de la Nación y se sentó en una de las mesas a ojearlo. No llevaba muchas páginas cuando alguien llamó a la puerta principal.

Dio un respingo, corriendo hacia la ventana para ver si podía ver quien era. Era demasiado pronto para que fuera Bas'il, pero aún así no pudo evitar que todas las peores posibilidades pasaran por su cabeza. O tal vez no era Bas'il volviendo demasiado pronto porque ya no había nada que hacer. Tal vez eran los hombres del Qiam porque el señor de Dheireadh la habia vendido en cuanto había tenido ocasión.

Desde la ventana no podía ver nada y eso sólo empeoraba sus nervios, así que se acercó a la puerta y la entreabrió para poder escuchar la conversacíón que se desarrollaba en el piso inferior.

El ángulo no era muy bueno, pero aún así pudo ver a uno de lso criados mientras abrí la puerta a dos elfos encapuchados.

-¿En qué puedo ayudarles?

-Buscamos al señor de la casa -dijo uno de ellos, el más bajito.

-Lamento comunicarles que el señor ha salido y no se encuentra en casa en este momento.

-¿Podemos esperarle dentro? -Quiso saber el otro elfo, el más alto.

El corazón de laila dio un vuelco cuando reconoció la voz.

El criado empezó a decir algo acerca de que el señor no iba a pasar la noche en casa y había dado instrucciones acerca de no recibir a nadie en su ausencia, pero ella ya no escuchaba. Ignorando toda precaución se acercó a la barandilla de la escalera, donde se agarró tan fuerte que los nudillos se le quedaron blancos.

El elfo corpulento que se estaba disculpando con una inclinación sólo podía se él.

-¿Dhan?

Su marido alzó los azulísimos ojos hacia ella y su ceño fruncido dio paso a un gesto de sorpresa.

-¿Laila? ¿Qué...?

La elfa no respondió. Se limitó a bajar las escaleras corriendo y a abrazarse a él. Había creído que nunca más iba a volver a verle y ahora le tenía allí, de carne y hueso, sano y salvo. Él la abrazó a su vez como hacía años que no la abrazaba y luego con gentileza se apartó de ella para verla mejor, la incredulidad aún pintada en el rostro.

-¿Qué estás haciendo aquí?

-Buscarte -fue todo lo que pudo responder.

La abrazó de nuevo, esta vez con más suavidad.

-Tenías que quedarte en casa -dijo con cierta tristeza-. Teníais que estar a salvo.

-Tenía que estar contigo -esta vez fue ella la que se apartó y le miró a los ojos con seriedad-. Tenía que preguntarte, que entender.

-Alania te lo contó todo -dedujo.

-Lo que sabía, sí.

El criado les había dejado entrar a regañadientes y les miraba sin saber muy bien qué hacer. Laila sabía que nadie del servicio se sentía cómodo desde que Jaron y ella habían llegado y ahora ella iba a introducir a dos desconocidos mientras el señor no estaba en casa.

No le importaba lo que pudieran pensar. Dhan estaba con ella y no iba a perderle de vista nunca más.

-Los señores subirán conmigo a la biblioteca. Sube cena para tres -dio la orden como quien tiene todo el derecho del mundo a darla, pues había aprendido hacía tiempo que fingir estar en control era bastante parecido a estarlo.

El criado asintió con gesto ofendido y se retiró mientras ella conducía a un anonadado Dhan y a su acompañante a la biblioteca. Supuso que sería el tal Nawar del que hablara Alania, pues era muy mayor para ser el muchacho medioelfo.

-Tienes que contarme muchas cosas -le dijo su marido en un susurro, rozando su mano como cuando eran prometidos.

-No creo que sea yo quien tiene más cosas que contar -le dijo y él sonrió pesaroso como respuesta.

Descubrir que no amaba a otra había supuesto un gran alivio para su alma, pero a pesar de ello Dhan iba a tener que darle respuestas muy buenas para que ella le pudiera perdonar. Por mucho que le amara no pensaba olvidarse tan facilmente de que lo habían perdido todo porque él había escogido a Jaron Yahir por encima de su propia familia.

Tenían toda la noche para hablar. Hasta que Bas'il regresara con su pequeña y pudieran pensar en el siguiente paso a dar.


domingo, 14 de febrero de 2010

segunda parte, capítulo trigésimo noveno




Jaron jugueteaba nervioso con la flauta entre los dedos. Hacía ya unos minutos que había llegado junto a la hoguera donde se sentaban sus compañeros habituales. Nadie le preguntó donde había estado, pero el muchacho no podía quitarse de encima la sensación de que todo el mundo sabía perfectamente lo que había estado haciendo. Así que había sacado la flauta para distraerse, pero eso no había hecho más que atraer aún más miradas sobre su persona.

Algunos de los chicos se acercaron para pedirle que tocara tal o cual canción, así que para hacerles callar se llevó la flauta a los labios y emepezó a tocar. De un modo inconsciente empezó a tocar la canción que una vez escuchara con Alania y Nawar hacía algunas semanas, aunque pareciera que hubieran pasado años. La canción era alegre y pegadiza y no le había costado esfuerzo aprender a tocarla. De hecho se había esforzado en poder aprenderla para su amiga elfa aunque luego nunca tubo oportunidad de enseñarselo.

No levantó la vista cuando alguien se sentó a su lado, pero sí dejó de tocar.

-No pares -dijo Miekel-. Es una canción muy bonita.

-Es de mi tierra -dijo, levantando por fin la vista.

El humano tenía una herida en el labio que aún sangraba y un morado en la mejilla, pero por lo demás parecía estar bien. No parecía enfadado con él o sorprendido por su respuesta. Ninguna de las dos cosas hizo que Jaron se sintiera mejor. Al contrario.

-Lo siento -le dijo.

-¿Por qué? -el joven se encogió de hombros-. ¿Que culpa tienes tú de que me haya caído?

El medioelfo pensó que le tomaba el pelo, pero pronto entendió que allí, rodeados de gente, no era el mejor sitio para discutir acerca de lo ocurrido.

-Aún así, lo siento. Déjame echarte una mano con eso. Tengo un unguento muy bueno en mis cosas.

Miekel asintió y le siguió hasta el rincón donde guardaba sus pocas pertenencias, lejos de la hoguera y los otros chicos. Rebuscó entre sus cosas y sacó un pañuelo, que ofreció al humano.

-No es verdad que tenga ningún unguento -admitió.

-Lo imaginaba -el novicio se llevó el pañuelo a la herida, haciendo presión-. Ya parará de sangrar.

-Ya- Jaron se removió, incómodo-. Lo siento.

-Ya lo has dicho.

-Pero antes hablaba de tu labio y ahora no.

-¿Y qué sientes, entonces?

-No me fiaba de ti y lo siento de veras.

-¿Ahora ya te fías? -Esperó a que Jaron asintiera-. Si llego a saber que todo lo que necesitaba era un par de puñetazos hubieramos ganado mucho tiempo.

-No es gracioso -protestó Jaron con un gruñido.

El humano puso los ojos en blanco con una sonrisa.

-Sí lo es, sólo que tú no tienes sentido del humor para apreciarlo -Cuando Miekel vio que eso no relajaba el ceño de Jaron levantó las manos en señal de rendición-. Esta bien. No es gracioso. ¿Ha servido de algo al menos?

¿Había servido de algo?

-Depende como lo mires -constestó después de pensarlo.

-¿No has descubierto nada sobre tu madre? -Preguntó con aire inocente el humano.

Jaron no sabía si era otra muestra de ese sentido del humor que él no compartía o parte de su merecido castigo. Miekel sabía perfectamente que no era eso lo que había ido a averiguar pero parecía que iba a jugar al juego de creerle mientras él no fuera sincero.

Así que Jaron fue sincero. Bueno, casi.

Le habló de las tierras elfas, de que las había encontrado, de que sabía que los elfos no eran como decía Meanley. No le habló de Zealor ni de Haze, y mucho menos de su padre. Aún no estaba preparado para hablar de eso, pero le habló del sistema de gobierno y le habló del Qiam, y de como éste llevaba siglos tramando con los príncipes de Meanley todo lo que estaba ocurriendo en las últimas semanas.

Luego le contó lo que había odío en la tienda de Jacob. Esa fue la parte fácil.

-Y ahora tengo que escapar de aquí y avisar a los elfos de lo que se les viene encima.

Miekel retiró el pañuelo de su mentón. Parecía que la herida no sangraba ya, aunque era dificil de decir. El humano parecía pensativo.

-Esto es más grave de lo que creía Rodwell -dijo finalmente-. Tendremos que escaparnos esta misma noche. No sabemos cuanto le queda al rey elfo. No podemos arriesgarnos.

-¿Escaparnos? ¿Desde cuando vienes?

-¡Oh, vamos! Pensé que ya confiabas en mí.

-No tiene nada que ver. En tierras élficas correrás peligro.

-Y tú corres peligro en tierras humanas -el humano chascó la lengua con gento de estar molesto por tener que discutir a esas alturas-. Dos personas tienen más posibilidad de éxito que una. Imagina que ocurre algo. Una caída, ¡lo que sea! Tendremos muchas más probabilidades si hacemos esto juntos.

Jaron lo pensó.

Por supuesto, lo que el humano decía tenía toda la lógica del mundo. Todos parecían tener siempre más sentido común que él. Y él nunca escuchaba. Estaba donde estaba por eso mismo. Por tener poco sentido común y no escuchar. Si quería salvar a alguien eso tenía que empezar a cambiar.

-Espero que al menos tengas un plan brillante -musitó a modo de aquiescencia.

Miekel sonrió, aunque eso sólo sirvió para reabrir su herida y provocarle un gesto de dolor.

-Esperaremos a que todo el mundo duerma y nos largaremos de aquí -dijo, llevandose el pañuelo a la boca.

-Más te vale que eso sea otro de tus chistes sin gracia -pero el muchacho no pudo evitar sonreír a su vez.

-Aparentemente no, pues te has reído -Miekel volvió a debatirse entre la risa y el dolor que esta le provocaba sin mucho éxito.

-¡Hablo en serio!

-Yo también. ¡Oh, vamos! Los planes más sencillos son los que mejor funcionan.

-¿Entonces qué? ¿Fingimos acostarnos y cuando nadie mire nos vamos? ¿Ese es tu gran plan?

-¿Qué? Es fácil de recordar.

Jaron empezaba a arrepentirse de haber confiado en el humano. Iba a ser una suerte si llegaban vivos a la linde del bosque.

domingo, 7 de febrero de 2010

segunda parte, capítulo trigésimo octavo





Faris llegó a los aposentos de su padre con el corazón en un puño. Los médicos se apresuraron a dejarle entrar y se apartaron de la cama para que el joven pudiera acercarse al rey y tomar su mano.

Estaba fría. Aún no había muerto y su cuerpo ya estaba frío.

El rey no abrió los ojos ni dio muestras de saber que su hijo estaba junto a su cama, ni siquiera cuando el joven besó su frente y acarició sus cabello. Respiraba a bocanadas rápidas. Cortas y angustiosas. Su cabello, tan lustroso y fuerte antaño, era ahora apenas una maraña de hebras blancas enredadas por el sudor. Su padre siempre le había parecido tan grande y poderoso y sin embargo ahora le parecía que ocupaba tan poco espacio en la cama. Y estaba tan frío...

El Qiam tenía razón. No iba a sobrevivir a esa noche.

El joven se llevó una mano al puente de la nariz, tragándose las lágrimas y obgligándose a recuperar la tranquilidad y el control. No podía permitirse otro error, ni siquiera por su padre. Así que se serenó y se volvió hacia los médicos, que esperaban pacientes a que el príncipe centrara su atención en ellos.

Había tristeza en el rostro de los tres elfos, lo cual no hizo sino empeorar su sentimiento de culpa y frustración. Su padre se le iba y él, mientras tanto, se entretenía jugando a salvar la nación.

Esa misma mañana le había dicho a Dhan Hund que no jugaba, pero en ese momento se dio cuenta de que no era verdad. Hasta ahora había jugado a ser espía y estratega. Pero en pocas horas iba a convertirse en rey, lo quisiera o no, lo buscara o no, estuviera preparado o no. Su padre se moría y él no podría llorarle porque estaría demasiado ocupado en preparar su sucesión.

Maldijo y se acercó de nuevo a los doctores, dejando que le hablaran de cómo habá evolucionado la enfermedad, de cómo ciertos pacientes dan muestras de mejoría pocos días antes de morir, de que habían hecho todo lo que habían podido...

No les escuchó realmente. Se limitó a asentir y a fingir entenderlo todo mientras pensaba en cómo ponerse en contacto con Nawar.

Con su padre agonizante no iba a poder volver a Sealgaoin'ear esa noche y si además tenía que reunirse con Zealor para preparar la sucesión no iba a tener tiempo de nada. Eso iba a ser un problema. Tenía a Haze Yahir en su residencia, a donde ya no tendría sentido retirarse una vez fuera rey. La casa, en teoría, debería quedar cerrada ahora a la espera del nuevo príncipe heredero. Aún tendría unas semanas para llevarse sus cosas de allí y trasladarse definitivamente a los aposentos reales, pero...

No podía pensar en eso ahora y sin embargo era un asunto que no podía esperar. Tendría que enviar mensajeros y confiar en que los mensajes llegaran a sus destinatarios. Confiar en sus hombres y en su discreción.

Podía pedir un rato a solas para reflexionar. Escribir las cartas y enviarlas. Si se organizaban deprisa no tenía porque cambiar nada. Todos sus hombres sabrían qué hacer.

O casi todos.

No tenía ni idea de cómo contactar con Nawar.

-Le hemos suministrado una droga muy fuerte para el dolor, Alteza -estaba diciendo uno de los médicos cuando por fin se decidió a prestarles atención-. Es muy posible que ya no despierte.

-Comprendo -respondió, porque era lo que se respondía en momentos como ese, pero era mentira. No podía comprender ni quería comprender que su padre ya no iba a despertar. Lo aceptaría cuando sucediera, porque no se podía hacer nada más. Pero de momento se iba a permitir el lujo de la negación. Tal vez se equivocaran. Tal vez despertara al fin y al cabo y él pudiera despedirse de verdad.

-Volveré en un par de horas -les dijo a los médicos-. Avisadme si hubiese cualquier cambio.

Estos prometieron hacerlo y le dejaron salir. En la puerta le esperaba uno de los hombres del Qiam.

-Mi señor me ha enviado a comunicaros que en cuanto estéis libre os dirijáis a su despacho, Alteza.

No parecían dispuestos a dejarle respirar. Aún así, ya se había puesto en evidencia uan vez perdiendo los papeles delante del Qiam. No le convenía que Zealor sospechara. Habría tiempo para escribir misivas más tarde.

Así que asintió y siguió al soldado hasta el despacho del Qiam, a preparar su coronación mientras el cuerpo de su padre aún estaba caliente.

“No tan caliente” .

Ciero, no tan caliente. De nuevo se pellizcó el puente de la nariz, conteniendo el temblor y las lágrimas. Más le valía empezar a comportarse como una persona práctica si iba a tener que pasar las siguientes horas hablando de rituales de sucesión con Zealor Yahir.