jueves, 31 de diciembre de 2009

INTERLUDIO 2: Futuro

¡Feliz año nuevo!




La mujer se arrebujó en su capa intentando que el frío que le helaba los huesos no llegara a sus entrañas. La cueva era húmeda y oscura pero no se atrevió a encender un fuego, como no se había atrevido en las últimas semanas. Ni siquiera para cocinar. Claro que para cocinar unas raíces, hongos y frutos secos no hacía falta mucho fuego…



Tenía tanta hambre y tan poco alimento. No era suficiente para los dos.



Palpó en la oscuridad su vientre y sintió a su bebe moverse al contacto, como buscándola. Su consuelo era que ahí dentro su pequeño no podía sentir el lacerante frío que acompañaba las primeras nieves. Ni el frío ni, con suerte, el hambre.



Se tapó bien de nuevo y masticó sin mucho ánimo las insípidas raíces que había podido recolectar. Pensó en su amado, que estaría buscándola por toda su pequeña nación. Tal vez creería que había muerto. Tal vez el que había muerto era él.



No, eso no. No podía siquiera concebirlo.



Se movió, tratando de repeler la idea que intentaba abrirse paso en su cabeza, y al moverse sintió de nuevo el dolor en el hombro, donde la sangre volvía a empapar el tosco vendaje que había logrado improvisar.



Maldijo. Así no iba a llegar muy lejos.



Lloró. No pudo evitarlo. Intentaba no hacerlo con todas sus fuerzas pero era imposible. En cuanto paraba de caminar, o a veces incluso caminando, sus fuerzas le podían y lloraba, de angustia y miedo, de rabia, de soledad. Por su bebé, por su amor, por sus amigos y por ella misma. Lloraba tanto que le dolía la cabeza y le costaba respirar y así no iba allegar muy lejos.



Había salido ya de las tierras de su padre, eso lo sabía, pero no por eso habían abandonado la persecución. Y la última vez habían estado tan cerca…



“Entrégate y no te pasará nada. Nos desharemos del engendro y podrás volver a tu lugar.”



Recordaba las palabras de su hermano y el odio volvió a invadirla mientras se abrazaba su vientre.



“Nos desharemos del engendro.”



En su desesperación había matado a uno de los soldados, de pura suerte, pero eso los había sorprendido y le había dado margen para huir.



“¡Si te vas ahora no podré salvarte!”



Su hermano lo había dicho como si ella le importara de veras, como si ella aún fuera una niña inocente que no supiera que lo único que les interesaba de ella era casarla con el horrible Heinrich de Peann para así poder ampliar su poder.



Habían pasado tres días desde que derramara sangre con sus propias manos y la herida del hombro, recibida en la refriega, no se cerraba. Cualquier movimiento la hacía sangrar de nuevo. Y dolía. Dolía tanto…



Oh, si le hubiera escuchado o al menos le hubiera dicho a donde quería ir…



Pero él no lo hubiera entendido. A pesar de las muchas virtudes de su amor la mujer sabía muy bien cuales eran sus defectos. Era terco y rencoroso y no hubiera entendido que ella hubiera querido volver a por el chico.



Había podido seguir la pista del muchacho hasta las tierras de su padre, donde sin duda ya debían haberle dado muerte. Pobre Haze. Dulce y tierno Haze…



Y entonces la habían visto y había empezado la persecución, que duraba ya días, tal vez semanas. Había corrido en dirección contraria a la Nación, esperando dar una oportunidad a Jaron y a sus amigos. Todas las noches rezaba para que no fuera en vano.




“Si es niño se llamará como su abuelo”



“¿Cómo cual de los dos?”



Ella había bromeado pero él no la había entendido, o tal vez sí y sólo le había seguido el hilo.



“Bueno, Jacob es un buen nombre”



“¡No! ¡No como mi padre!”





-Fedir, te llamarás Fedir.



Porque iba a ser un niño. De algún modo lo sabía. Un niño valiente y noble como su padre. Su pequeño rayo de esperanza.







Se adormiló. No supo por cuanto rato, pero adormiló. La despertó el viento golpeando contra las ramas de los árboles en el exterior. Se había levantado una tormenta. Llegó hasta la entrada d ela cueva para mirar al exterior y vio la densa cortina de nieva creada por el viento. Estaba cansada y débil, perdiendo sangre y fuerzas a cada paso que daba. Podía sentir la fiebre en los ojos que apenas podía abrir. La nieve creaba una cortina densa y uno no podía distinguir un pie delante del otro sin esforzarse de veras.


Era su oportunidad.


No, no su oportunidad, pero sí la de su niño.


La mujer salió de su refugio y forzó a su cansado cuerpo a seguir adelante, un paso y luego otro, entre la nieve y el viente, ignorando el hambre y el frío, ignorando el dolor de cabeza y las nauseas. Un paso y otro y otro.


Vio luces no muy lejos y recordó haber visto no hacía muchos días un monasterío desde lo alto de una loma. Si llegaba....


Tropezó y se puso en pie de nuevo, usando la espada como bastón. Y dio un paos y otro y otro. Si llegaba, si lo lograba, su rayo de luz nacería. Y cuando creciera... Cuando creciera le hablaría de su padre. De su padre y de sus tíos y de su abuelo. Sí, eso haría.


Y así la mujer dio un paso y otro y otro hacia las luces llena de esperanza en el futuro que había cargado durante nueve meses en el vientre.