jueves, 10 de julio de 2008

Capítulo tercero



La visión del castillo decepcionó un poco a Jaron. No sabía bien qué era lo que había esperado, pero desde luego no se parecía a aquella recia torre defensiva apenas ampliada con el paso de los años. ¿Ahí había vivido su madre? Pues era más bien un lugar feo. Claro que no lo comentó a Myreah. Después de todo no dejaba de ser su hogar. La joven se adelantó con un par de sus largas zancadas, gritando para que le abrieran el portalón. Jaron la alcanzó junto a la puerta, mientras las pesadas hojas de madera se abrían con lentitud.

Cuando entraron al patio varios sirvientes salieron a recibirles.

-¡Alteza! –Una mujer mayor y con aspecto de ser muy severa tomó a Myreah del brazo-. Si vuestro padre os ve con esas ropas de hombre se enfadará y con razón. ¿No sabéis que ya no tenéis edad de ir haciendo chiquilladas?

-Oh, vamos, aya, ni que fuese tan mayor.

-Cumpliréis veinte años el próximo otoño, ¿os parece poco?

La joven puso cara de fastidio y miró a Jaron como disculpándose.

-Será un momento, ¿vale?

Y la sirvienta se la llevó casi a rastras. Jaron se sintió un poco violento al darse cuenta de que se había quedado solo con todos aquellos extraños.

-¿Y vos sois...? –Preguntó uno de ellos.

-¿Yo? Bueno... Soy un amigo de la princesa –dijo. No se le ocurría que otra cosa podía ser.

El hombre le miró suspicaz pero, finalmente, se encogió de hombros.

-Por aquí –y, con un ademán de su mano, indicó a Jaron que le siguiera.


Myreah estaba dejando que las criadas acabaran de abrochar la enésima capa de su vestido cuando las puertas de sus aposentos se abrieron. Su padre, vestido con su ropa de caza, entró, mirándola severamente.

-Alteza, no podéis entrar aquí. Vuestra hija se está vistiendo –protestó el aya, con los brazos en jarras.

-Dejadnos solos –fue todo cuanto el príncipe contestó.

La mujer lo miró severamente. Llevaba tantos años cuidando de la princesa que casi la consideraba más hija suya que de sus propios padres. Aún así, acabó por resoplar y, dando palmadas para llamar la atención de las otras sirvientas, se fue, dejando a Myreah sola con su enfadado padre.

-¿Dónde has estado?

-Ya lo sabes, papá, en el bosque.

-¿Ah, sí? ¿En el bosque? Ven, acércate –su padre le indicó con un gesto que fuera hasta él. La joven receló, su padre parecía muy enfadado. Pero no podía negarse, así que, finalmente, se acercó a él. En el mismo instante en que la joven se situó junto a él, la mano de su padre cruzó su mejilla con tanta fuerza que casi la tira al suelo-. ¿Te crees que soy idiota?

Myreah, incapaz de decir una palabra, se limitó a contener las lágrimas. ¿Qué había hecho ahora?

-Sabes que no me gusta que salgas por ahí. Eres una mujer y tu lugar está aquí, en el castillo. Y encima tienes la desfachatez de traerte a ese amigote. ¡Furcia!

-N-no es un amigote –se defendió la joven.

-¿No? Además de zorra, estúpida –su padre la cogió de un brazo, haciéndole daño-. ¡Mírate bien! Eres la mujer menos agraciada que conozco, niña boba. Si ese tipo se ha interesado por ti ha sido por tu posición, nada más. Y tú abriéndote de piernas por ahí.

-¡Basta! –Myreah rompió a llorar. ¿Por qué tenía su padre que decirle siempre esas cosas horribles?- ¡No he hecho nada de todo eso! Jaron es sólo un vagabundo que me invitó a compartir hoguera con él anoche. Quise... quise devolverle el favor invitándolo a comer algo.

Su padre dejó ir su brazo y miró un momento a su hija con incredulidad y sorpresa.

-¿Jaron, has dicho?

La joven, que trataba sin éxito de calmarse y dejar de hipar, asintió tímidamente. Tal vez decir el nombre de su amigo había sido un error, tal vez su padre no iba a creerla ahora. Cerró los ojos, esperando otro bofetón, pero no sucedió. En lugar de eso, su padre abandonó la habitación tan deprisa que casi derriba la puerta a su paso.

Su aya entró casi al instante y la abrazó contra sí con ternura, lo cual hizo que el llanto de la joven se reavivara.

-Tranquila, mi dulce niña, ya pasó todo.

Pero Myreah no podía sacarse de encima la sensación de que eso no era así, de que aún no había pasado nada.


Jaron fue conducido por los sirvientes a un gran salón con una gran chimenea. El muchacho no había dejado de buscar el cuadro del que Myreah le había hablado mientras era guiado escaleras arriba, pero no lo había visto. Así que supuso que debía de encontrarse en alguno de los pisos superiores. Por eso, en cuanto se quedó solo, salió en su busca.

No fue hasta el tercer piso que dio con él.

Un enorme retrato adornaba una sala que, de no ser por el cuadro y el hogar, hubiese sido la sala más deprimente que Jaron hubiese visto jamás. Pero ese cuadro parecía llenar de luz y de vida toda la sala. La mujer del retrato era tan hermosa como Myreah había dicho, o tal vez más. Su larga melena negra y rizada le llegaba hasta los pies y miles de pequeñas estrellas parecían brillar en sus ojos color marrón.

Jaron no pudo más que contemplar el retrato boquiabierto, aprendiendo todos y cada uno de los rasgos de su pálido rostro. ¿Así que ésa era Sarai? Pero, ¿cómo saber si esa Sarai era la Sarai que él andaba buscando? La sola idea de que esa magnífica mujer fuera su madre lo llenaba de orgullo.

-¿Te gusta? –Preguntó una voz a su espalda.

El elfo se volvió, arreglando con un gesto estudiado el pelo que cubría sus orejas. En la puerta se encontraba un hombre de unos cincuenta años, de espeso bigote y pelo cano. Jaron buscó sus ojos en un intento de discernir sus intenciones, pero no pudo leer nada en ellos. De hecho, apenas sí pudo verlos bajo sus pobladas cejas.

-Ese retrato fue dibujado por uno de los más prestigiosos artistas del sur. Pero su belleza no es sólo mérito del artista. Sarai fue una mujer extraordinaria. Si se hubiese comportado de otro modo hubiese sido el orgullo de la familia hace setenta años. Pero no. Tuvo que rebelarse y negarse a obedecer a su padre. Me temo que eso es un rasgo inherente en todas las mujeres de esta familia –el hombre esbozó una sonrisa-. Soy el padre de Myreah –aclaró-. Mi hija me ha dicho que tu nombre es Jaron.

-S-Sí, señor -respondió éste, incómodo por el tono del príncipe.

-Jaron... Es un nombre muy poco común. No es de estas tierras. De hecho, si no me equivoco, ni siquiera es humano.

El muchacho miró al hombre con sorpresa, pero este pareció no notarlo, porque continuó.

-¿Qué edad tienes? Por tu aspecto no te pondría más de sesenta y cuatro, pero debes de tener sesenta y siete como mínimo, ¿no?

Y antes de que Jaron pudiese reaccionar alguien lo cogió por los brazos desde detrás.

La sala se había llenado de guardias y él no se había dado ni cuenta pendiente como había estado de las palabras del príncipe.

-¿Qué es esto?

-Eso mismo me pregunto yo –el príncipe se acercó a él con parsimonia-. Así que Sarai tuvo un hijo, ¿no?

-No sé de qué me habláis.

-Por supuesto que lo sabes, elfo –el hombre tiró de sus cabellos, dejando sus orejas al descubierto. Jaron apretó los dientes, reprimiendo un grito de dolor. Si aquel tipo tiraba más del pelo se lo iba a arrancar de raíz-. ¿Ves cómo sí? Sé de alguien que va a estar encantado de saber de ti.

Jaron se revolvió, pero no pudo zafarse de su captor.

-Encerradlo hasta que me ponga en contacto con el Qiam.

-Sí, señor.

-E id con cuidado con lo que hacéis. Que no muera hasta que el Qiam lo vea.