viernes, 31 de julio de 2009

Segunda parte, capítulo décimotercero




Rodwell estaba preocupado. Tres días antes el príncipe de Meanley había partido hacia sus dominios, muy seguro de sí mismo, después de haber conseguido permiso del rey para enviar un ejército a las supuestas tierras de los elfos. ¿Y qué había hecho él? Nada aún. Nada en absoluto. Rezar por Jaron y por el alma del elfo prisionero, que no tardaría en morir por sus heridas. Pobre criatura...

-Te estás haciendo viejo, Padre Abad -se dijo a sí mismo mientras se dejaba caer en uno de los bancos del jardín real.

No había compartido su inquietud con ninguno de sus hermanos, pues aunque todos conocían a Jaron y sabían la historia de su alumbramiento, ninguno de ellos conocía los detalles como él. Los detalles... Como que la madre de Jaron se llamaba Sarai. ¿Era casualidad que Sarai de Meanley hubiera desaparecido poco antes del nacimiento de su amigo? ¿Quería eso decir que Jaron era hijo de una princesa? Y si era así, ¿era Jaron fruto de una relación forzada como siempre habían temido en la abadía o por el contrario tenía razón el muchacho y su madre había amado a su padre? ¿Eran los elfos realmente malvados? ¿Debería tal vez contar lo que sabía al rey y evitar así una posible matanza absurda?

Un ruido a su derecha le sacó de sus funestos pensamientos. Cuando el Abad levantó al cabeza vio a un anciano que con gesto decidido se acercaba hasta él. Sabía quien era. Era el Duque de
Peann (Hienrich, se llamaba), un pequeño ducado cercano a Meanley cuya casa había visto tiempos mejores. Se decía que el anciano duque debería haberse retirado hacía años pero se aferraba al poder con puño de hierro y ninguno de sus nietos, pues había sobrevivido a todos sus hijos, esperaba heredar en breve. No le gustaba, tenía aspecto y aires de tirano, pero era evidente que quería hablar con él y no hubiera sido educado irse antes de que llegara hasta él. Además, por el paso firme del duque era evidente que a pesar de todo era más rápido.

Rodwell hizo gesto de levantarse para ayudarle cuando estuvo suficientemente cerca, pero el anciano lo desdeñó con la mano.

-Dejaos de monsergas, padre, y hacedme sitio en este banco.

El abad obedeció y el duque se sentó junto a él.

-¿Sabéis quien soy, padre Abad?

-Por supuesto, señoría.

-Bien, así no perderemos el tiempo con estupideces -Hienrich apoyó ambas manos en su bastón, repartiendo mejor el peso de su cuerpo-. Os he observado, Padre Abad, toda la semana. Apenas os sorprendisteis cuando Meanley mostró al elfo, pero luego le visitasteis, hablasteis con él. Y os vi en la reunión. Todas esas dudas razonables... Sin embargo, dejasteis de protestar cuando el príncipe mencionó a Sarai. Pero sois demasiado joven para haberla conocido antes de que desapareciera, ¿me equivoco?

-No sé donde queréis ir a parar.

-Vos ya habíais visto elfos antes.

-Yo no... -Rodwell trató de pensar en una excusa, pero de nuevo el anciano le cortó con un gesto de su mano.

-No os molestéis en mentirle a un viejo, Padre, ninguno de los dos tiene edad para andarse con tonterías. Además, no voy a contárselo a nadie, como vos no le contaréis a nadie que yo también los había visto ya.

-¿Vos ya habíais visto elfos antes?

-Hace muchos años. Entonces yo no era más que un muchacho y estaba prometido con Sarai de Meanley, la más hermosa mujer que Dios ha creado jamás -el anciano rió ante su cara de sorpresa-. Sí, yo debería haber desposado a la bella Sarai y ser el siguiente príncipe en Meanley de la mano de mi esposa, pero su padre permitió que esos planes se estropearan antes que perder el trato con el maldito elfo. Cuando me acuerdo de sus ojos verde claro mirándonos a todos con despectiva superioridad... Se creía mejor que todos nosotros, el muy hijo de puta. Un día se trajo a un maldito mocoso que osó reírse delante de nuestras narices por la desaparición de Sarai -Hienrich meneó la cabeza, como expulsando algún fantasma, mientras esbozaba una sonrisa torcida-. No supe interpretarlo entonces, pero era claro que ellos la tenían. Pero su propio padre pensó que era moneda de cambio barata por llevar a cabo su plan.

Escupió al suelo con furia.

-¿Qué plan? -Rodwell, a su pesar, se sentía fascinado por la historia. ¿Podía ser que el elfo de los ojos verde claro fuera el padre de su amigo?

-Un estúpido plan a largo plazo que nunca iba a ver finalizar. ¡Menudo imbécil! Un plan que se maduraría durante varias generaciones humanas, hasta que el elfo considerara que era el momento de actuar. Nunca pensé que realmente viviera para verlo.

-¿Queréis decir que la captura del elfo y su confesión son todo parte de un plan? ¿Un plan para qué?

-Para hacerse con el reino, hasta donde yo sé. La verdad es que desconozco los detalles, pues cuando estuvo claro que Sarai no iba a regresar se me apartó de las reuniones con el elfo.

Rodwell se sentía mareado. Posiblemente le hubiera subido la tensión. Definitivamente, estaba mayor para estas cosas.

-¿Y porqué me lo contáis a mí, Señoría?

Sonrió de nuevo, esa sonrisa torcida cargada de cinismo.

-Sé que no soy el mejor de los hombres y que mi reputación me precede, pero sé reconocer la bondad y la belleza cuando las veo y nunca hubo sobre la tierra nada más bello, más bueno y puro, que Sarai. Y ese maldito bastardo permitió que los elfos se la llevaran a cambio de que algún día sus descendientes pudieran gobernarnos a todos. Permitió que me la arrebataran, la única cosa buena que posiblemente tuve a mi alcance alguna vez -suspiró-. ¿Sabéis que la princesa Mireah ha desaparecido y su padre apenas la ha buscado? Jacob de Meanley es de la misma maldita calaña que su bisabuelo y no merece gobernar sobre nadie.

-Pero... ¡son acusaciones muy graves! ¡Sin duda el Rey debería saberlo!

-¿Un rey timorato y estúpido que no sabría que hacer sin consultarlo primero con todo el reino? No, gracias. Vos parecéis un hombre más sensato, y si de veras conocéis a algún elfo, sabréis ponerle sobre aviso. Ellos sí sabrán que hacer, espero.

El viejo se puso en pie con mucha menos dificultad de la que sus noventa años presuponían.

-Haced lo que creáis conveniente con esta información, Abad Rodwell, pero no me pongáis en ningún compromiso estúpido o yo os tendré que poner en un compromiso a vos.

Y se alejó, seguro y firme, sin apenas usar su bastón como apoyo.

Rodwell se quedó senado en el banco, más inquieto y agitado de lo que había estado en días. Todo era mucho más complicado de lo que había imaginado. Ya no se trataba sólo de la vida de Jaron, si no de todo el reino. ¿Y estaba en sus manos tomar una decisión?

Rodwell maldijo mientras se ponía en pie trabajosamente y, con ayuda de su bastón, caminó tan deprisa como pudo. Había algo en lo que estaba de acuerdo con Hienrich: había que avisar a los elfos, y él estaba demasiado mayor para esos trotes.

De camino rezó de nuevo por Jaron. No podía haber elegido peor momento para dejar el monasterio.