lunes, 28 de febrero de 2011

tercera parte, capítulo trigésimo segundo









Jacob de Meanley había decidido que la plaza del pueblo elfo que acababa de conquistar iba a convertirse en sede de sus operaciones en territorio hostil. Mandó construir una tienda junto a la fuente y el pozo e hizo que inspeccionaran y adecentaran las casas más grandes, puestos sus ojos en la mayor de ellas, un pequeño palacio cuya puerta mostraba un escudo con un par de lobos franqueando un roble.

El resto del pueblo mandó quemarlo.

No estaba de tan buen humor como esa mañana había pensado que estaría tras el primer ataque a un poblado elfo. Sus hombres no había encontrado no rastro de su hija y del engendro medioelfo y estos, a todas luces, habían llegado antes que ellos. Esa era la única explicación que se le ocurría. Apenas había un alma cuando habían llegado allí. Algunos soldados elfos que habían caído con facilidad frente a sus hombres, el terror y la sorpresa pintada en su rostro, y un anciano decrépito que había muerto mientras se negaba a abandonar su casa, donde decía haber vivido 300 años.

Eso había enfurecido y asustado a sus hombres a partes iguales. 300 años, casi cinco vidas humanas. Una prueba más de que esas criaturas infernales practicaban magia negra. ¿Cómo explicarlo si no? Su furia e intolerancia hicieron que aplicaran una saña especial en la destrucción del lugar.

A Jacob en realidad le daba igual cómo o porqué vivían más de 300 años. Los elfos no practicaban más magia que ellos mismos. No devoraban infantes ni sacrificaban vírgenes a la luna ni mucho menos bebían sangre humana para prolongar su vida. Eso eran supersticiones absurdas. A él lo que le molestaba era saber que a él le quedaban con suerte cuarenta años de vida mientras que el maldito Qiam iba a vivir al menos 200 años más.

Si se lo permitía, por supuesto. Si se salía con la suya al Qiam no iba a quedarle ni un mes de vida.

Vio que Ishaack requería su atención y se volvió a él expectante. Había ordenado a su capitám que organizara a lso hombres en tres grupos y los enviara hacia el oeste, el este y el norte. Había que ganar terreno mientras las noticias no corrieran y el Luto por la muerte de su rey siguiera teniendo a los elfos en un estado de estupor y zozobra. Parecía que había terminado su parte y Jacob no sabía muy bien que querría de él ahora.

-Dime que nuestros escoltas han encontrado al medioelfo y al monje.

Ishaack le mostró una mueca que le indicaba que nada más lejos de la realidad.

-En realidad lso hombres quieren saber quñe hacer con los prisioneros.

-Nadie ha hablado de prisioneros.

-Eso mismo iba a responder yo, pero...

.¿Pero?

-Dicen que encontraron un elfo herido.

.Que lo rematen. ¿O es que ni eso podéis hacer solos?

Ishaack frunció el ceño, molesto, pero no replicó.

-Es que ya estaba herido cuando llegó al pueblo. Quiero decir... Llegó de repente, a lomos de un caballo desbocado y finalmente cayó a plomo, pero ninguno de los nuestros le había tocado.

Jacob vio a donde quería ir a parar.

-¿Crees que es importante?

-Bueno, suena como si alguien hubiera querido asesinarle aprovechando la confusión y cargarnos a nosotros el muerto, literalmente.

-Un enemigo del Qiam...

¿Y si poseía información para acabar con el maldito elfo? Si el Qiam había querido deshacerse de él tal vez fuera un arma importante en las manos adecuadas.

-Que un médico le eche un vistazo, a ver qué se puede hacer. Veremos si nos sirve de algo.

Ishaack sonrió, sin duda pensado lo mismo que él. Siempre se estaba a tiempo de matar a otro elfo y nunca estaba de más la oportunidad de hacerlo lentamente.

jueves, 10 de febrero de 2011

tercera parte, capítulo trigésimo primero





Zealor Yahir se preparaba para sus Obligaciones Sagradas en la privacidad de sus aposentos. Se encontraba tranquilo a pesar de todo, más de lo que las circunstancias harían suponer a cualquiera. No había pegado ojo, pero estaba de bastante buen humor.

Había estado preocupado al pensar que había infravalorado a Faris. Le había preocupado que Haze o Dhan pudieran organizar algo contra él. Incluso le había preocupado que Meanley se echara atrás al fugarse su hija con los elfos. Pero todos sus miedos habían sido infundados. Al final el príncipe se había delatado a sí mismo, el humano no sentía ningún amor por su hija y, por lo visto, Haze seguía siendo un cobarde. Haría bien en recordar no preocuparse nunca más de él.

Y ahora se estaba preparando para oficiar el Funeral de su Majestad, o para intentarlo. La pantomima le serviría para dejar en evidencia a su Alteza Real el príncipe heredero y para tener a todos los nobles reunidos cuando llegaran las terribles noticias desde Leahpenn.

Todo estaba saliendo a pedir de boca. Superaba sus propias expectativas. Jaron y su intento de boicot eran lo mejor que le había pasado en las últimas semanas.

La conversación con su hermano mayor había sido… edificante. Su virtuosísimo hermano había demostrado su entereza y valor al resistirse a responder a todas su preguntas a pesar de todo. Zealor sabía que la poca información que le había sonsacado era tan falsa como inútil, pero lo interesante era lo que no había dicho y no al revés. Posiblemente Jaron se creyera muy duro en estos momentos, pero la verdad era que ni siquiera había intentado interrogarle de veras. Tal vez, más adelante, por el puro placer de ver como se derrumbaba, con toda su superioridad y todas sus rectas virtudes, le interrogara de veras. No por nada de lo que le pudiera explicar. Estaba claro que Jaron no sabía nada, que no había nada que saber y además ya era tarde para todo. Ya había vencido. No había nada que pudieran hacer.

Acabó de abrocharse la casaca ceremonial a la vez que reparaba en una mancha que iba a obligarle a cambiarse el pantalón. Suspiró con pereza. Era todo culpa de Jaron.

“¿Saben ellos que mataste a tus propios padres para llegar donde has llegado?” había preguntado Jaron tras escupir sangre y saliva, tal vez incluso algún trozo de diente. Posiblemente ahí había conseguido la mancha.

Zealor se había reído a placer.

“Estos hombres saben que he envenenado lentamente a nuestro Rey para que pareciera que moría de una penosa y larga enfermedad, hermanito. ¿Crees que me rodearía de estúpidos escrupulosos que no estuvieran dispuestos a todo por la victoria? “

“Eres un monstruo…”

“Oh, por supuesto. La eterna paradoja de los cuentos que tanto gustaban a nuestra madre y a Haze. El ser monstruoso por fuera enfrentado al ser monstruoso por dentro…” Sonrió a Jaron, dejando que las palabras calaran hondo, que le hirieran más que los golpes que le habían roto la única ceja que le quedaba. “Dejémonos de cháchara sentimental, ¿quieres? Va, dime donde está el chico y no tendremos que romperte otro dedo”

“Rómpeme los dedos que quieras. No puedo decirte lo que no sé. Créeme que si supiera donde se encuentra el engendro te lo diría. Así podríais poneros al día de una vez”.

“No sé de donde habéis sacado todos esa ridícula idea, pero de veras que no estoy interesado en ningún pequeño heredero, hermano. No lo he estado nunca. Además, yo no soy el padre de ese chico.”

“¿Crees que voy a creerme esa mentira?”

“Bueno, hasta donde yo sé sólo hay un modo de engendrar herederos y, francamente, aunque a ti parecía gustarte mucho en aquella época, el bestialismo nunca me interesó.”

“¡Mentiroso! Tú la violaste. La mancillaste con tus manos.”

“¿Eso quien te lo dijo? ¿Ella misma? No creo. Más bien creo que te debió contar que la ataqué. A ella y a Haze. Pero no creo que usara esa fea palabra. ¿O fuer Haze? ¿Aún crees lo que te cuenta el traidor?”

“¡Cállate! No vas a confundirme con tu palabrería.”

“Cree lo que quieras. Pero si quiero al chico es sólo porque me será más útil a mi lado que al vuestro. Y ahora, ¿dónde está?”

“Te he dicho que no lo sé.”

“Que tedioso”

Pero Jaron no había soltado prenda por más huesos que le rompieran. Claro que no podía contar lo que no sabía. En eso su hermano le había dicho la verdad.

Así que Zealor se cambió también los pantalones, pues era bien sabido que el Qiam no debía mancharse de sangre, y salió al pasillo, donde le esperaban dos de sus hombres.

-¿Y bien? –Les preguntó empezando a caminar. Por sus caras supo que no le iba a gustar la respuesta, aunque no era una sorpresa.

-Ni rastro de la niña, señor.

Inútiles.

-Pues buscad más a fondo –les dijo, molesto.

Cuando había llegado a su habitación Alania Hund ya no estaba. Le había hecho una cierta gracia la osadía de la muchacha y la vez le había irritado sobremanera el modo en que había burlado a sus hombres una segunda vez.

Y ahora eran incapaces de encontrarlo.

-Esa niña no puede andar muy lejos. Quiero que la encontréis antes de que regrese la patrulla de Leahpenn y cunda el pánico.

-Sí, señor.

Sabía que no iban a encontrarla ya. Si la muchacha era lista, y lo parecía, estaría ya en el bosque, camino a ningún lugar. Si no lo era tanto estaría camino de Segaoiln’ear donde sólo encontraría a sus hombres requisando los bienes de su Alteza real, el traidor. El cualquier caso, no estaría en el castillo a estas alturas, pero buscarla no estaba de más.

-¿Y el príncipe?

-Ni rastro de su Alteza tampoco, Señoría, pero nos hemos asegurado que todos esten al corriente de vuestras órdenes.

-Perfecto. Quiero que quede solucionado cuanto antes.

Faris era el único que podía suponer una traba, la providencial piedra en el camino. Sólo si moría el reino estaría ligeramente huérfano y necesitado de un líder.

Despachó a sus hombre con un a mano y siguió su camino hacia la sala del Trono, donde reposaban los restos del Rey. Por las ventanas podía ver el patio del castillo, lleno de llorosos fieles, de todos los extractos y condiciones, que habían venido a despedir a un rey y a coronar a otro.

"El rey ha muerto", pensó, divertido. "Larga vida al Rey. O no tanto."

En pocas semanas vendrían a él, diezmados, asustados y agradecidos. Y él salvaría a la Nación de las manos de los humanos. Y, tal vez, si la suerte le era favorable, tendría incluso ocasión de matar a Meanley con sus propias manos antes de pactar la paz. Y la paz con los humanos sólo sería el principio de su gloria. La dominación completa vendría luego. Con los años, con paciencia.

La paciencia, decían, era la madre de todas las grandes gestas. Y paciencia era precisamente algo que Zealor tenía a expensas.