sábado, 14 de noviembre de 2009

INTERLUDIO 1: Y que cumplas muchos más.

Era su cumpleaños, o al menos era el día que él creía que era su cumpleaños. Estaba seguro de no estar demasiado confundido al respecto, pero siempre cabía la posibilidad de que se hubiera descontado por un día o dos. Fuera como fuese, era la semana de su cumpleaños y el muchacho la marcó en la piedra con una raya más gruesa que las demás, como hacía cada año para no olvidarlo.

El chico se separó un poco de la pared, apartando el largo flequillo de delante de sus ojos mientras observaba su obra y calculaba el espacio que le quedaba. Una de las paredes ya estaba completamente llena de rallotes y garabatos, pero aún le quedaban dos paredes y media libres. Aún tenía espacio para al menos veinte años más.

No había empezado a contar de inmediato, esa era la verdad. No había sido hasta el segundo año cuando el miedo a perder la noción del tiempo y la cabeza le impulsaron a hacer algo con sus horas, algo más que sentarse en un rincón de su celda a esperar la comida, único indicativo de que había pasado un día más. Sacando su delgado brazo por el ventanuco ese día se había hecho con una piedra y había marcado la primera semana de muchas que habrían de venir hasta contar cincuenta y dos. “2 años y sigo con vida” Escribió el día de la quincuagésimo segunda raya, y así siguió contando, y contando, y contando, hasta el año que hacía veinte.

“20 años y sigo vivo. Ya no cuento más” había grabado mientras se mordía el labio y se tragaba las lágrimas, porque hacía al menos quince años que había decidido que no iba a llorar más. Nunca más. Y ese año había decidido que lo que no iba a hacer más era contar los días, que era demasiado deprimente.

Un año después, mientras escribía con pulso irregular “21 años. Era mentira”, casi sintió ganas de reírse de su ingenuo yo de hacía un año, que creía que iba a encontrar un modo mejor de esquivar la locura que marcar las semanas en la fría piedra de la pared.

Lo había intentado, eso había que concedérselo. Había intentado llenar el vacío escribiendo y dibujando todo aquello que no quería olvidar. Su nombre, primero el verdadero, luego el falso; la forma de las estrellas, de los árboles, de las flores, de Sarai… La bella Sarai a la que ya nunca iba a volver a ver. Su cabello negro y rizado, sus grandes ojos, su sonrisa…

La había dibujado al menos diez veces ya en diez rincones diferentes y eso era una estupidez, puesto que a ella no tenía ninguna posibilidad de olvidarla. Ninguna. Sus profesores de arte hubieran estado orgullosos de él, pues su perseverancia estaba dando sus frutos y su técnica era cada vez mejor.

Y hoy, el día que cumplía 75 años y llegaba a su mayoría de edad, el muchacho elfo repasó los rizos de su último garabato preguntándose dónde estaría ahora, qué aspecto tendría su sobrino y si su hermano le odiaba aún o si por el contrario le habría perdonado. De seguir en casa estaría preparándose para su servicio militar obligatorio, preparándose para hacerse cargo de sus obligaciones. Pero no estaba en casa y cumplir 75 años significaba exactamente lo mismo que cumplir 74, 73, 72, 71… Significaba sólo que Zealor no se había cansado aún de tenerle allí.

Oyó los pasos de los guardas y, sorprendido, dejó lo que estaba haciendo y se asomó a la puerta de su celda.

Dos hombres del príncipe llevaban a un tercero a rastras seguidos de cerca por el señor de Meanley en persona. No era el padre de Sarai. Éste hacía ya unos años que había muerto. Lo sabía porque había visto los pies de la comitiva fúnebre cuando había sido enterrado con toda la pompa que correspondía a su cargo. No, él actual Príncipe era su hermano, cuyo envejecimiento no dejaba de sorprender al chico. Tan sólo había pasado 21 años desde que lo conociera y el humano ya era un hombre de mediana edad, canoso y barbudo, con un hijo a su vez. Ninguno de los dos eran mejores personas que el difunto Príncipe de Meanley y lo demostraba el trato abusivo que estaba recibiendo el prisionero que sus hombres acaban de lanzar de malos modos a la celda contigua a la suya.

Una vez había entablado conversación con uno de los otros prisioneros, pero no fue buena idea. Cuando después de tres días el hombre fue ejecutado sólo consiguió sentirse más triste y solo cuando había creído que eso no era posible. Así que ahora no se interesaba por los demás prisioneros. Dolía menos.

De modo que, satisfecha su curiosidad, el muchacho de alejó de la puerta y se dedicó a sus quehaceres diarios, como asomarse al ventanuco e intentar adivinar qué hacían los afanosos pies que veía aquí y allá.

No era, ni mucho menos, el peor modo de pasar el día allá abajo.