viernes, 6 de febrero de 2009

Capítulo trigésimo cuarto





Tras el tercer intento de fuga de Alania, Jaron y ella habían llegado a una especie de acuerdo, aceptado a regañadientes por ambas partes. El elfo había accedido a acercarse hasta la loma desde la que se divisaba el pueblo a cambio de que la muchacha dejara de intentar escapar.
No había sido una buena idea.
Tras horas de total inactividad habían podido ver como la plaza de llenaba de luz y de gente, pero desde su posición apenas podían distinguir quien era quien o qué estaba ocurriendo. Dedujeron que habían podido escapar cuando las cornetas empezaron a sonar y las partidas de búsqueda , cinco o seis, partían hacia el bosque. Pero más allá de eso... Más allá de eso nada. Ninguna noticia.
Hacía ya un buen rato que las alarmas se habían callado, tal vez horas, pero aún se podía oír movimiento en el bosque aquí y allá. Y de nuevo tuvo Jaron la sensación de hacía sensenta y siete años, la sensación de no ser más que una codiciada pieza de caza.
Lo más irónico era que la luna también estaba en creciente aquella noche, cuando el maldito Haze había irrumpido en su casa anunciando que los había vendido al Qiam y ellos habían huído, dispersádose, separándose... Aquella noche en que había cogido la mano de Sarai por última vez mientras corrían por el bosque, con sus amigos tomando largos caminos para regresar a sus casas, a crear coartadas y excusas plausibles, a salvaguardar su secreto y... ¿Y qué? ¿Salvar la causa? Una causa que nunca había sido más causa que construir castillos en el aire alrededor de la encantadora sonrisa de Sarai y que había desaparecido con ella aquella noche en que no tan lejos las patrullas de soldados humanos rompían el silencio del bosque.


“Debemos separarnos, mi amor. Tendremos más posibilidades.”


Y él se había negado, por supuesto, pero ella era muy testaruda y estaban perdiendo terreno con esa discusión y...


“Te veré en el otro escondite al salir el sol.”


Y se habían besado y se habían separado y Jaron había llegado al lugar con el sol y había esperado, y esperado, y esperado... Hasta que al cuarto amanecer empezó a pensar que tal vez nunca más iba a volver a verla, que la había perdido a ella y al pequeño que estaba por nacer.

Con una maldición, apartó los dolorosos recuerdos de su mente. No era el momento de pensar en ella. No era el momento de lamentarse. No. A lo lejos el cielo empezaba a cambiar de color. Aún tenían una buena media hora antes de que el sol saliera definitivamente.
Se volvió hacia Alania, que finalmente se había quedado dormida, y la zarandeó con suavidad para despertarla. Ésta tardó unos segundos en reaccionar, pero en cuanto lo hizo buscó a su alrededor.
-¿Han vuelto? -preguntó, nerviosa, poniéndose en pie, recolocándose la incómoda falda del voluminoso vestido.
Era, por supuesto, una pregunta retórica así que Jaron no se molestó en contestarla.
-Nos vamos -le dijo sin embargo-, este lugar no es seguro.
Y empezó a caminar.
-¿Qué? ¿A donde? ¿A la Casa Secreta? -La muchacha se apresuró a colocarse a su altura.
-Sólo para recoger cuatro cosas. Ya te he dicho que no es seguro. Hay guardias por todo el bosque y es sólo cuestión de tiempo que encuentren la cueva.
-¿Es una broma? -la chiquilla se detuvo-. Aún no han vuelto.
-Ni van a volver -le informó, irritado por la pérdida de tiempo-. ¿Has visto que hora es?
Alania abrió la boca para replicar pero no le salió nunguna palabra, así que cerró la temblorosa mandíbula y le miró, furiosa.
-¿Qué? ¿Va a abofetearme otra vez? Es la verdad y más te vale que la aceptes. Quedarse es una estupidez.
-¿Ah, sí? ¿Y tú que sabes?
Jaron sonrió sin ganas.
-¿Yo qué sé, niña? Nada, a parte de que la última vez que me quedé en un lugar con la absurda esperanza de que mi esposa iba a llegar de un momento a otro los hombres del Qiam lo encontraron y le prendieron fuego conmigo dentro.
Los ojos azules de la muchacha se abrieron con horror mientras se llevaba una mano a la boca, tal vez para tragarse una exclamación, tal vez para frenar el temblor de su mandíbula. Pero Jaron no quería ni necesitaba la compasión de una niñata malcriada, así que, sabiendo que le seguiría, siguió su camino a grandes zancadas.
Efctivamente, la elfa se situó junto a él en silencio y le siguió hasta la cueva que llamaban La Casa Secreta.
Recogerían cuatro cosas y se irían. Llevaría a la niña a algún lugar seguro y se escondería de nuevo. Se había dejado arrastrar por todo ese asunto, pero ahora, para bien o para mal, ya se había acabado. Protegería a Alania porque era lo mínimo que podía hacer por Dhan, pero lo que ocurriera después no era asunto suyo.