viernes, 7 de agosto de 2009

Segunda parte, capítulo decimocuarto




La azulada luz que los rodeaba en su escondite cambió de color y tono y todos supieron que Fasqaid ardía de nuevo. Haze maldijo a su hermano y su indiferencia por todo lo que sus padres habían amado en silencio, pues Mireah había sido muy clara al respecto: debían malgastar el menor aire posible o su escondite sería una trampa tan mortal como la misma casa.

Aún le costaba creerse que hubiera funcionado. Eso le hacía pensar en que tal vez debería haber aprovechado más las clases cuando era niño. O tal vez incluso haber acudido a la escuela, ya puestos.

Claro que Nawar y Dhan se habían mostrado tan sorprendidos como él de que la idea funcionara…



Al ver llegar a Zealor se habían lanzado cuerpo a tierra. Nadie había dicho nada, pero todos sabían que no había adonde correr ni donde ocultarse.

-El agua –había dicho Nawar en un susurro-. Es el único modo.

-Nos abatirán con sus flechas antes de que podamos llegar al otro lado –había sido la opinión de Dhan.

-No si no nos ven.

-¿Así que ahora eres medio pez? Eso explica muchas cosas.

-Dhan tiene razón, no podemos bucear por tanto tiempo –Haze había intentando aplacar a Nawar ante el sarcasmo del pelirrojo con un poco de sentido común.

-Podríamos con una cámara de aire –había dicho de repente Mireah.

Y había tenido que explicar qué quería decir con ello, y explicar también que lo había leído en uno de los libros de su padre para dar más fuerza a su argumento. Y la verdad era que en ningún momento había creído que fuera a funcionar, pero Zealor estaba cada vez más cerca y ellos estaban total y absolutamente faltos de opciones. Y él se había acordado de la vieja barcaza, la que ya no se usaba cuando ellos eran niños…

Y a pesar de su escepticismo ahí estaban ahora, a unos metros del viejo embarcadero, el cuerpo en el agua, la cabeza apenas asomando al espacio que Mireah había llamado “cámara de aire”, esperando que Zealor se conformara con quemar la casa y no se le ocurriera mirar bajo la barcaza.




Los minutos pasaron, largos y lentos, y Haze empezó a creer que incluso pasaban horas. El aire estaba cada vez más enrarecido y le costaba terriblemente mover las piernas para mantenerse a flote.

A su alrededor todos parecían estar aguantando mejor que él, aunque igualmente tensos, y se alegró de estar situado en la retaguardia, donde pasaba desapercibido. Lo último que necesitaban era preocuparse por él cada vez que las piernas le fallaban y se hundía hasta media cabeza.

Trató de agarrarse a la barca, pero sólo consiguió balancearla.

Mireah se volvió hacia él.

-¿Estas bien? –su susurró sonó extraño en la abovedada cavidad.

Asintió, o lo intentó, pues volvió a hundirse ligeramente.

-Hemos de salir de aquí –oyó que opinaba la princesa cuando volvió a sacar la cabeza.

Pero nadie se movió, pues el fuego aún crepitaba fuera y era más que posible que sólo consiguieran exponerse si salían de su escondite.

Haze volvió a hundirse.

-¡Mierda! –Nawar le ayudó esta vez-. Voy a ver como está la situación y ahora os cuento –dijo el rubio, y se perdió bajo el agua.

Pasaron unos angustiosos minutos en los que permanecieron en silencio. Ningún movimiento brusco en el agua parecía indicar que Nawar se hubiera encontrado con problemas, y aún así...

Dhan alargó uno de sus brazos para sujetarle y Haze se dejó ayudar, aunque en su fuero interno maldijera una y mil veces su debilidad.

Finalmente Nawar regresó.

-Están todos demasiado ocupados con el fuego -anunció-. Es el momento de mover la barca hacia otra orilla.

-¿estas seguro?

-Del todo. Están demasiado lejos de la orilla para vernos.

Así que decidieron desplazarse, lentamente, lejos de la casa en llamas y del Qiam.

Nawar se puso a la cabeza, empujando desde proa, pues al haber podido sacar la cabeza tenía una idea aproximada de la dirección que debían tomar.

Dhan obligó a Haze a situarse en el medio y el elfo supo que lo hacía para poder rescatarlo cuando sus piernas cedieran y se hundiera de verdad. De nuevo no protestó. De nuevo, la amarga constatación de que era un inútil, un lastre del que harían mejor librándose.

Y así avanzaron, lenta y pesadamente, durante interminables minutos que parecían años o incluso siglos. En más de una ocasión creyó ir a desmayarse por el cansancio. Le dolía la espalda terriblemente, las piernas ya no le sostenían y los pulmones empezaban a arderle. Pero aguantó, dispuesto a no volver a mostrase débil. No al menos en lo que quedaba de día.

Finalmente Nawar se detuvo y dijo:

-Aquí.

Nadie preguntó como sabía que ya era seguro. Les importaba un rábano con tal de salir del agua.

Cuando sacaron la cabeza de debajo de la barca vieron que estaban rodeados de juncos, a unos cien metros de Fasqaid. Las llamas se alzaban, anaranjadas y furiosas, contra el cielo del ocaso y parecían querer competir con el sol poniente para iluminar el anochecer. Pero por fin estaban lejos. No lo suficiente como para salir a campo abierto y correr como alma que lleva el diablo en la dirección opuesta a la que se encontraba el Qiam, pero sí lo suficiente como para nadar hasta la orilla y dejarse caer, exhaustos, sobre la alta hierba.

¡Por todo lo sagrado! ¡Era la sensación más agradable del mundo!