domingo, 19 de septiembre de 2010

Interludio 3: Razones para vivir

Su mundo en ese momento era sólo dolor.

Le dolían los brazos al rozar las sábanas. Le dolía la espalda si intentaba moverse. Los párpados eran pesadas losas si intentaba abrir los ojos y el aire al entrar en sus pulmones era como mil agujas clavándose en sus fosas nasales. No había un solo centímetro de su cuerpo que no doliera y aún así dolía más pensar.

Por eso se dejaba llevar por ese dolor que lo barría todo hasta que el mundo se desvanecía y él pensaba (deseaba) que ya nunca más iba a despertar.

Pero despertaba. Despertaba de nuevo al dolor omnipresente del cuerpo y el alma. Despertaba al mundo cruel donde todo él había ardido hasta que el techo se había derrumbado sobre su cabeza; el mundo donde ya no estaban ni ella ni su sonrisa. Esa sonrisa que iluminaba las noches y temperaba los días. Ya no estaba. La había perdido junto con el bebé de su vientre, el que le daba patadas por las mañanas y a quien no tuvo oportunidad de ver o abrazar.

Pensar…

Pensar dolía más que nada en ese mundo de dolor ardiente.

La mayoría de veces pensaba en ella, en cuanto se habían amado, en todo lo que no le había dicho y en las cosas que tal vez nunca debió decir. Pero a veces también pensaba en ellos, en sus hermanos. En el hermano frío que le había regalado el fuego y el hermano falso que le había arrancado el corazón.

Y entonces, por un breve instante, dejaba de sentir dolor para sentir sólo odio. El mundo dejaba de ser blanco como el metal caliente para ser rojo como las brasas mismas. Las brasas del fuego en el que casi murió. Las brasas del fuego en el que se negó a morir.

El odio le permitía abrir los ojos y mirar el techo de madera de la cabaña, podía mirar a través de las vendas al amigo fiel que le había sacado de debajo de los escombros y luchaba por salvar su vida. Siempre que abría os ojos su amigo le sonreía, aliviado, pero eso era porque no sabía que si estaba despierto no era gracias a sus cuidados si no gracias al recuerdo de la traición.

Su hermano traidor. Maldito fuera. Maldito fuera el traidor por siempre.

Y pensar que él le había querido…

Recordó mientras la voz de su amigo le hablaba de algún otro tema que ya nunca le iba a importar la cuna en la habitación de su madre y el niño que era entonces su hermano asomado a ella con el ceño fruncido mientras el bebe, rosado y gorgojeante, trataba de chuparse un pie.

“No debería haber nacido –le dijo-. Una hermana hubiera estado bien, pero ¿otro niño? No necesitamos otro hermano para nada. Sólo va a estorbar –sentenció-. No debería haber nacido”.


No había sabido que responderle excepto para protestar pero entonces no había sabido encontrar ninguna razón lógica contra los argumentos de su hermano. Él también había esperado una hermana y un niño tan pequeño que no se podía jugar con él no se le ocurría para qué les iba a servir.

-No debería de haber nacido –repitió a través de unos labios cuarteados como pergamino viejo, por una boca que no parecía la suya.

El elfo pelirrojo malinterpretó su gesto, o tal vez no llegó a oír sus palabras. Fuera por el motivo que fuese, se apresuró a mojar sus maltrechos labios, ansioso por servir, ansioso por unas palabras que no sonaran a papel seco.

-Shh... no te esfuerces ahora, Jaron. Todo irá bien.

Si hubiese tenido fuerzas le hubiera echado a patadas por cretino y mentiroso, pero apenas tenía fuerzas para mantener los párpados abiertos. Además, era todo cuanto tenía. Así que se dejó vencer de nuevo por el dolor mientras el odio se extinguía y él regresaba al fuego blanco de la agonía y el pesar.

“Todo irá bien”

Eso también lo había dicho ella cuando se separaron, hacía... ¿cuanto hacía? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Qué más daba? Una vida entera. Otra vida sin fuego ni dolor.

Pronto volvería a perder la consciencia y, entonces sí, todo estaría bien. Mientras estuviera muerto no dolería. Mientras odiara y recordara no dolería. Además, debía guardar sus fuerzas si quería ponerse mejor.

Ponerse mejor, recuperar sus fuerzas...

“No debería de haber nacido” pensó de nuevo mientras los ojos se le cerraban y el cansancio le vencía una vez más.

Debía recuperarse. Por completo. ¿Cómo sinó iba a devolverles el regalo a sus hermanos?



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