domingo, 19 de julio de 2009

Segunda parte, capítulo undécimo






Lo primero que hizo Jaron al llegar al pueblo fue comprarse una gorra.

Bueno, lo segundo. Lo primero fue comprar algo caliente para comer. Llevaba tantos días aliméntandose a base de lo que encontraba por el bosque que casi había olvidado lo bien que podía saber un estofado. Fue luego, con el estómago caliente, que pensó en la gorra.

Por suerte aún llevaba encima algo de dinero humano (curiosamente, lo único que no le habían quitado en el castillo de Meanley) y pudo hacerse con una buena gorra. Se la caló, y entre ésta y su largo cabello negro, que había dejado suelto antes de entrar al pueblo, sus orejas quedaban completamente cubiertas. Eso le ayudó a calmar la sensación de peligro que se había agarrado a su estómago en el mismo momento que había puesto pie en el lugar.

Se había acostumbrado a caminar entre los elfos sin subterfugios ni disfraces y ahora regresar a ellos acentuaba su alerta y su soledad. Sobretodo su soledad. Apenas sí habia mirado a la cara a ninguno de los tenderos que le había atendido y no había saludado a nadie, fija como estaba su vista en sus pies por miedo a que vieran que no era humano. Pero ahora con la gorra se sentiría más seguro y por tanto podría hablar con la gente, integrarse y dejar de sentirse tan terriblemente solo.

Averiguó que aún estaba en el principado de Meanley, cerca de su frontera con el principado vecino. Y averiguó también el camino a seguir para regresar a la abadía.

-Vas muy lejos, muchacho -opinó una mujer al oírle pedir direcciones.

-Soy de muy lejos -respondió con cautela.

-Aún así, es un largo camino para alguien tan joven -dijo con una sonrisa. Jaron le devolvió la sonrisa. La ironía de la situación le divertía. Si esa mujer supiera que en realidad era mayor que ella... -¿Viajas solo?

-Sí.

La mujer lo miró con muy mal disimulada pena y luego sonrió de nuevo maternalmente.

-¿Porqué no vienes a cenar con nosotros, muchacho? No es una casa grande, pero podremos ofrecerte algo caliente que comer y un poco de compañía.

Ambas ofertas sonaron a música celestial en los oídos de Jaron, que decidió por una vez mandar al garete la discreción.

-Me encantaría, señora.

-Pues entonces sígueme -y empezó a caminar camino arriba.

Jaron se apresuró a ayudarla con la carga que portaba: dos cestos llenos de leños y ramas para el fuego.

-Eres muy amable.

-Es lo menos que puedo hacer.

La mujer se dejó ayudar hasta su casa y allí le presentó a su marido, que parecía tan amable como ella.

-¿Como te llamas, chico? -Quiso saber el hombre.

-Rodwell -mintió, recordando que su nombre era élfico. No quería llamar la atención más de lo necesario.

-Pues pasa, Rodwell. Si me ayudas con fuego veremos que se puede cocinar en él para esta noche.




Finalmente Jaron se quedó no sólo a cenar si no también a dormir y a almorzar. Meriela y Johannes, que así se llamaban sus anfitriones, no permitieron que fuera de otro modo.

-¿Y donde vas a dormir, criatura? -Había dicho la mujer. Y eso había zanjado el asunto.

Tenían camas de sobras ya que hasta no hacía mucho, le explicaron, sus hijos habían vivido con ellos. Tres, concretamente. Dos chicos y una chica, había añadido Johannes tomando lo mano de su mujer.

Jaron estaba demasiado cansado tras la cena como para pensar en nada, pero por la mañana, mientras desayunaba y disfrutaba de las atenciones de Meriela, recordó la conversación de la noche anterior y entonces sí sintió curiosidad.

-¿Y vuestros hijos? ¿Se casaron?

-La mayor sí. Se casó con un buen hombre -explicó la humana cortándole otra rebanada de pan-, pero los chicos siguen solteros.

-¿Y donde están?

La mujer hizo un mohín de disgusto.

-El príncipe los ha llamado a filas. Así, sin más -explicó-. Sus hombres pasaron por aquí hace un par de días y se llevaron a todos los varones hábiles. Johannes se libró porque cojea de un pie, pero mis hijos...

Meriela se puso en pie y fue hasta la cocina, a remover el potaje, sin duda para disimular las lágrimas que habían asomado a sus ojos.

-¿El príncipe está en guerra? ¿Contra quien?

Ella se volvió hacia él de nuevo, esta vez con una mueca de desdén.

-Contra los elfos. ¿puedes creerlo?

Era evidente que ella esperaba alguna reacción, pero Jaron se había quedado demasiado aturdido por la noticia. ¿Contra los elfos? ¿Cómo que contra los elfos? Eso tenía que ser cosa de Zealor, estaba seguro, pero... ¿qué ganaba Meanley guerreando contra los elfos? ¿Y qué ganaba el kiam?

-Rodwell, muchacho, ¿estás bien? -Meriela se había acercado a él.

-Yo.. s-sí. -La mente de Jaron regresó a la cocina de la humana a duras penas-. Es sólo que me ha sorprendido.

-A ti y a todos -replicó la mujer-. Ese príncipe loco se cree que puede venir a nuestro pueblo y robarnos a nuestros hombres, a nuestros niños, para ir a perseguir cuentos de hadas.

Cuentos de hadas...

Sólo que no eran cuentos de hadas. Eran gente de verdad. Gente que a pesar de todo se había portado bien con él. ¿Y él que había hecho? Los había abandonado cuando las cosas se habían puesto feas. ¿Feas? Más que feas. Espantosas. Meanley sin duda sabía donde estaban los poblados élficos, su amigo Zealor se habría encargado de eso.

Tenía que avisarles. Tenía que avisar a Haze y a Mireah. A Alania...

¿Y qué iban a hacer? ¡Nadie iba a escucharles! Pero sí a Nawar. Nawar tenía contactos con la realeza, podría avisar a gente importante.

Meriela seguí mirándole con preocupación, pero al medioelfo ya no le importaba lo que la humana pensara de él. Debía volver por donde había venido y regresar a la Nación. Y sobretodo rezar para que aún estuvieran en ese sitio llamado Fasqaid.

Debía llegar a ellos antes de que Meanley lo hiciera o la Nación estaba perdida.


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