martes, 12 de octubre de 2010

tercera parte, capítulo vigésimo tercero

Jacob esperaba desde lo alto de su montura a dar la orden. Hacía tiempo que no participaba una guerra, pero podía continuar afirmando que era uno de los mejores momentos en la vida de un hombre. El silencio creciente sólo roto por el relinchar nervioso de algún caballo. La expectación, el hormigueo de los dedos alrededor del pomo de la espada mientras la neblina de la mañana se alzaba a su alrededor y el día nacía.

Nada era comparable.

Miró al frente, a la extensión de árboles talados. Los campesinos que engrosaban su ejército habían hecho un buen trabajo durante la noche abriendo un camino transitable para el grueso de sus hombres. Llegado a un punto el bosque se estrecharía de nuevo, pero el tiempo ganado sería significativo.

Tenía apostados grupos de avanzadilla que tenían la orden de atacar en cuanto saliera el sol. Sus escoltas habían encontrado unos cuantos pueblos colindantes, según informaban los mensajeros, y el príncipe quería que cuando llegara el grueso del ejército a ellos el terror ya se hubiera extendido. Si todo iba como estaba planeado verían las llamas y el humo antes de ver realmente la Nación. Iba a ser todo un recibimiento.

Alzo el brazo, dejando que el hormigueo bajara desde los dedos hasta el codo, y esperó. El silencio era ahora absoluto. Sentía como si el bosque entero estuviera pendiente de su brazo y de su orden. Se preguntó como sería la Nación de la que tanto hablaba el elfo. ¿Sería un valle facilmente transitable? ¿O sería más bien un denso bosque como el que pronto encontrarían, dificil de cruzar y de atacar?

“No te preocupes tanto” le había dicho una vez el elfo al respecto, “cuando vean vuestras armas de hierro apenas tendréis que pelear”.

Y aún así cuando hubieran pasado unos días debía permitir al ejército del Qiam ganar algo de terreno, facilitando el parlamento y posterior pacto para la paz que debía encumbrarlos a ambos.

Sólo que eso nunca iba a suceder.

Gritó, bajando el arma con un golpe seco y señalando al frente con ella. Su caballo arrancó al galope al sentir como las espuelas golpeaban sus costados y, con gritos igualmente feroces, sus jinetes de siguieron.

El ruido de sus cascos golpeando el suelo, ensordecedores como mil truenos, era casi tan embragador como lo había sido el silencio.


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