Hacía poco que el sol había caído. El sol cae pronto en invierno y no había pasado aún un mes entero desde la llegada del año nuevo. Pronto sería hora de que los monjes se retirasen a orar y reflexionar. Nada apetecía más en una fría noche de tormenta, de esas en que todo lo cubre la nieve, que retirarse temprano a descansar y a hablar con uno mismo.
Y así debería de haber sido, pero no fue.
El abad tenía que reconocer que habían pasado muchos años desde la última vez que la paz del monasterio se había visto turbada de ese modo.
Fue un novicio quién oyó los insistentes golpes en la puerta antes de correr a avisar a algún monje más sabio y osado para consultarle qué hacer al respecto. Nadie culpó al muchacho por su reacción, los bandidos atacan muy ferozmente en invierno, cuando el hambre aprieta, y las leyendas parecen poder cobrar vida propia cuando el viento aúlla entre los tablones de las contraventanas. Todos reconocieron que ellos tampoco hubiesen abierto la puerta de haberse encontrado solos. Pero no era de bandido la voz de mujer que débilmente pedía asilo y compasión, como tampoco eran de fábula las heridas que cubrían su cuerpo.
Mientras la llevaban junto al boticario la mujer no pedía por ella, sino por el hijo que llevaba en su vientre. No parecía una mujer vulgar. No era vulgar su atuendo, más propio de un guerrero que de una mujer, ni vulgar era la espada que llevaba al cinto, ni su rostro, el más hermoso que cualquiera de los monjes hubiese visto nunca. Claro que sus mortales heridas tampoco eran nada vulgares. Nadie olvidaría jamás cuales fueron sus últimas palabras, susurradas mientras su mano se cerraba en torno a la medalla que llevaba al cuello, contraído su rostro en un rictus de dolor.
-Salvad a mi bebé.
El boticario hizo apartarse a todo el mundo mientras pedía mantas y agua caliente, y un cuchillo. Nadie abandonó la sala mientras el vientre de la mujer era abierto para sacar al bebé que llevaba mientras aún hubiese posibilidades de salvarlo.
Era un niño.
El llanto del pequeño fue seguido de un suspiro generalizado. El boticario se lo pasó a otro hermano para que lo lavara mientras los demás, superada la sorpresa, rezaban por el alma de su madre.
-¿Qué haremos con él, Padre Abad?
-¿Qué quieres que hagamos, Rodrick? Quedárnoslo, educarlo junto con el otro huérfano.
El monje estaba asintiendo con su calva coronilla cuando alguien exclamó:
-¡Virgen santísima!
El Abad se volvió hacia el hermano Eliah, que miraba al pequeño con ojos desorbitados.
-¿Qué sucede?
-S... sus orejas, Abad. Este niño... no es humano.
-¿Qué estupideces dices? –El abad arrancó casi literalmente al niño de los brazos del monje. En efecto, sus orejas eran inusualmente largas y puntiagudas y sus inquisitivos y rasgados ojos, clavados en los del anciano, eran los más fascinantes ojos que el abad había visto jamás, rodeado su glauco iris por un circulo violeta -. ¡Dios! –Susurró reverente -. ¡Es un elfo!
¿Pero cómo era posible? Su madre era humana, y los elfos no eran más que una leyenda, ¿no? Al menos así lo había creído durante sus más de setenta años. La sala enmudeció casi al instante.
-¿Aún creéis que debemos quedarnos con él? –Preguntó Rodrick
-Ahora más que nunca. A saber qué podrían hacer con él los supersticiosos campesinos.
El abad caminó hasta el cadáver de la mujer y, con cuidado, cogió la medalla a la que con tanta fuerza se había aferrado. Era una pequeña placa dorada en la que podía leerse una inscripción:
“ Para mi Sarai, de tu amado Jaron”
La colocó alrededor del cuello del bebé y, sin añadir nada más, lo llevó hasta la habitación de Rodwell, el otro huérfano que habían recogido hacía poco más de un año.
El niño se sentó en su cama al oírle entrar. Por lo visto el jaleo lo había despertado. Mientras el abad depositaba al pequeño entre una mantas en el suelo, Rodwell lo observaba con ojos abiertos como platos.
-Rodwell, te presento a Jaron. A partir de ahora será tu hermano, ¿qué te parece?