viernes, 4 de septiembre de 2009
segunda parte, capítulo decimoctavo
Jaron había dejado el poblado humano tan pronto como había oído hablar del ejército de Meanley, desoyendo el consejo de sus anfitriones de alejarse del conflicto lo más posible, intentando deshacer el camino andado y llegar a Leahpenn antes que los humanos. Allí podría hablar con Alania y ponerla sobre aviso. A ella y a todos los elfos, por supuesto.
Al menos ese había sido su plan inicial y mientras lo había acariciado como posible había sentido de nuevo la mecha del propósito encender su espíritu.
No había durado mucho.
Pasadas las horas veía la absurdidad de su idea con total claridad y empezaba a desesperar, aunque no por eso detuvo su decidida marcha. Pero a cada minuto que pasaba, más peros encontraba a su pretensión.
Aunque realmente llegara a Leahpenn antes que el ejército humano, ¿qué? ¿Cómo iba a acercarse a la casa de Alania sin que los guardias del Kiam le vieran? Y aunque lo consiguiera, ¿Qué iban a poder hacer? Nada, nada en absoluto. Lo único que estaba haciendo era regresar por su propio pie a la boca del lobo dejándose llevar por los acontecimientos como venía haciendo desde que había comenzado toda esa aventura.
De este funesto humor estaba cuando, poco antes de caer la noche, llegó al pueblo.
Maldijo entre dientes, tragándose las ganas de echarse a llorar de pura frustración. No había pasado por ningún pueblo en su camino de ida, así que el hecho de encontrarse de repente allí sólo podía significar una cosa: se había perdido.
Derrotado y agotado se dejó caer en el poyo de la iglesia mientras el sol empezaba su descenso por el oeste. ¿Cómo podía haberse desviado del camino de ese modo? El medioelfo se quitó la gorra, que le producía un calor sofocante, y revolvió un poco su cabello pegado por el sudor intentando refrescar la cabeza y, de paso, las ideas.
Lo que estaba claro es que era idiota. Completa y absolutamente idiota. Hacía casi una semana que había tomado la decisión más estúpida y egoísta de su vida y ahora ni siquiera era capaz de enmendarse porque era demasiado tonto como para seguir un camino recto.
Además tenía hambre de nuevo y las pocas provisiones que le quedaban de las que le había dado Meriela no iban a saciarle. No por primera vez en los últimos días, recordó las palabras de Rodwell antes de su marcha, su discurso acerca del mundo exterior que no conocía y las dificultades con las que se iba a encontrar. Entonces estaba enfadado con los humanos, por supersticiosos y mezquinos, y no había querido escuchar.
Luego se había enfadado con los elfos por mentirosos y complicados y de nuevo se había negado a escuchar.
-Nawar tenía razón –dijo a la gorra con la que jugueteaba entre las manos a falta de un auditorio mejor-, soy un niñato mezquino.
Con un suspiro se caló el sombrero de nuevo y metió las mano en los bolsillo, buscando el trozo de pan que aún le quedaba y las uvas, que estaban un poco pochas del camino pero aún se podían comer.
Masticó pensativo, intentando recuperar el ímpetu de la mañana. En cuanto acabara de cenar continuaría su camino. Tampoco se debía de haber desviado tanto y si caminaba de noche podría guiarse con las estrellas y encontrar mejor la dirección a seguir.
La cena y su nueva resolución lograron levantarle un poco el ánimo. Él podía practicar caminos que un ejército no podía. Sin duda podía lograrlo y poner a sus amigos sobre aviso.
Se puso en pie para seguir su camino a la vez que la puerta de la cercana posada se abría, dejando salir a un grupo de hombres vestidos como soldados. No iban lo que se dice uniformados, pero todos ellos llevaban una banda roja atada al brazo que indicaba que formaban parte de algún ejército. El chico bajó un poco la cabeza y aceleró el paso cuando vio que uno de ellos le señalaba.
-¡Eh, chaval! ¿Dónde crees que vas?
Le hubiese gustado hacerse el loco, pero era un poco difícil cuando cinco humanos adultos le cerraban el paso.
-Er... Yo... -intentó pensar en algo, pero no se le ocurría qué. Ni siquiera podía acertar a pensar qué querrían de él.
-¿Intentado escabullirte de tus obligaciones?
-No sé de qué estáis hablando -dijo finalmente, intentando continuar su camino sin mucho éxito. Los humanos le había rodeado.
-Oh, no sabe de que estamos hablando -se mofó uno mirando a sus compañeros-. No sabe nada de las órdenes de su señor.
-Y nosotros pensando que quería desertar.
-Informémosle entonces -dijo un tercero.
Jaron vio con horror como se las había apañado para acorralarlo contra la pared y aferró el arco bajo la capa, sabiendo que aunque le dieran opción a usarlo no iba a poder hacer nada en su posición.
-¿No sabes que su Alteza Jacob, el Príncipe de Meanley, ha ordenado que todos los hombres hábiles se presenten para formar parte de su ejército?
El medioelfo se dio cuenta de que esos hombres le habían tomado por un muchacho del pueblo y querían obligarlo a alistarse.
-No lo había oído -mintió, tratando de pensar en algo más brillante.
-Pues ahora que ya lo has oído puedes acompañarnos. Te mostraremos donde dormís los nuevos reclutas -el que parecía ser el cabecilla le sonrió con sarcasmo, como retándolo a darle alguna excusa más.
A Jaron le hubiera gustado tener alguna. Dudaba que decirles que no era vasallo del Príncipe fuera a servir de nada. Y no podía negarse demasiado vehementemente. Iniciar una pelea sólo atraería la atención sobre su persona, y lo último que quería era la atención de Jacob de Meanly.
¡Maldición!
No le quedaba más remedio que seguirles de momento. Así que finalmente se dejó guiar por los humanos a las afueras del pueblo, donde se apiñaban grandes carromatos y alguna improvisada tienda, y donde, alrededor de varios fuegos, los hombres hábiles del principado se agrupaban.
Condujeron a Jaron hasta una tienda donde había varios muchachos de entre catorce y veintipocos que le miraron con recelo mientras el oficial que los vigilaba le daba una manta y le pedía su nombre.
-Rodwell -mintió de nuevo.
El hombre apuntó su nombre y pueblo en una hoja y le señaló un rincón en el que podía acomodarse.
-Mañana veremos qué sabes hacer con ese arco -le dijo el humano, dándole la espalda y yéndose a ocupar de cualquier otra cosa.
Jaron se apresuró a esconder el arco con su capa al darse cuenta que varias personas lo miraban con ojo crítico. Era un buen arco. Seguro que no había muchos así. Lo último que le faltaba era que alguien le robara el arco mientras dormía.
Así que se apresuró a sentarse en su rincón y arrebujarse con su manta a pesar de que no tenía demasiadas ganas de dormir. Pronto los chicos de su alrededor se cansaron de la novedad y volvieron a sus conversaciones. Muchos de ellos parecían conocerse entre sí y un chico nuevo al que no conocía nadie no parecía interesarles demasiado.
Jaron pensó que tal vez podría esperar a que todo el mundo se durmiera y, al amparo de la noche, intentar escapar de aquella locura.
En realidad era un plan pésimo que no hubiera ido a ninguna parte, así que fue una suerte que a pesar del miedo y la incertidumbre le venciera el agotamiento y se quedara dormido pasada apenas media hora.
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