jueves, 5 de marzo de 2009
Capítulo trigésimo Octavo
El sol se había levantado hacía horas, pero una persistente nube gris ocultaba su luz y su calor. El Rey se le antojó una señal del cielo. El día amanecía oscuro porque oscuro era el camino que se abría ante ellos.
Se dejó vestir en silencio, cansado, ya que no había podido pegar ojo, y seguidamente se encaminó con gesto grave hasta la sala del trono, donde ya le esperaban sus cortesanos y caballeros. Los jefes de las más cercanas abadías estaban también allí y les indicó con un gesto que se acercaran a él.
-Os he reunido a todos aquí porque uno de mis Príncipes fronterizos dice haber descubierto una amenaza cerca de sus límites y deseo que vuestros ojos den fe,como los míos, de la veracidad de sus palabras-. Esperó a que los murmullos sea apagaran y con un además de su brazo, dio una orden a sus guardias-. Que entre.
Meanley entró, acompañado de tres de sus hombres y de una figura encapuchada y maniatada a la que hizo avanzar a empellones.
El embozado trastabilló y cayó de rodillas frente al Rey a la vez que dos hombres del Príncipe se situaban a sus lados.
-Majestad, señorías... - y de un modo absolutamente teatral, Jacob de Meanley alzó la capucha de su prisionero.
Los asistentes se tragaron una exclamación, pues esperaran lo que esperasen no era precisamente el bello rostro de un hombre joven cuya vista se mantenía en el suelo.
-Meanley, ¿qué significa esto? -El Rey se puso en pie, indignado-. Dijiste que traerías pruebas y ejecutas esta charada -acusó, más aliviado de lo que mostraba.
Pero Meanley sonrió y el Rey comprendió que esperaba esa pregunta precisamente. El noble agarró a su prisionero por el pelo, obligándolo a incorporar la cabeza. Sus ojos verdes como el helecho se clavaron en el Rey, pero no fue eso lo que levanto murmullos de admiración. No. La causa de los murmullos fue la puntiaguda oreja que quedó al descubierto.
-No os dejéis engañar, Alteza. Puede parecerse a nosotros, pero no lo es. Fijaos bien, mi señor. Fijaos bien todos -Y era imposible no hacerlo, pues además de los antinaturalmente verdes ojos y de las inusuales orejas la piel del elfo, pues eso era sin lugar a dudas, era blanca a inmaculada como la de una mujer -Puede parecer hermoso y delicado, mi señor, pero bajo esta grácil apariencia se esconden los monstruos que roban a nuestros niños por la noche y se alimentan con su sangre.
Con un gesto brusco, soltó el cabello del elfo, quien bajó la cabeza con un quejido.
Tras eso se hizo el silencio.
El Rey sabía que ahora le tocaba a él hablar, pero seguía demasiado anonadado como para reaccionar.
-¿Dónde le encontrasteis? -Quiso saber un abad.
-A unos dos kilómetros de nuestra frontera, Padre -respondió el Príncipe respetuoso. Luego, mirando al ser con desprecio, añadió-. Hemos tratado de interrogarle, pero de momento no hemos podido sacar nada en claro.
El Rey se dejó caer en su asiento sin apartar los ojos de la verdísima mirada del elfo.
-Pues habrá que conseguir información -dijo finalmente-, del modo que sea.
El ser no apartó la mirada, pero apretó los labios desafiante y fue en ese momento en que el Rey comprendió que el elfo entendía perfectamente sus palabras.
Eso del algún modo le dio más miedo aún que su aspecto. ¿Cómo podía ser que conociera su lengua? ¿Hacía tantos años que se infiltraban entre su gente que habían llegado a conocer su idioma a la perfección? ¿Cuantos más como él debía de haber en su reino?
-¿Señor? -Meanley le trajo de vuelta a la realidad, donde un grupo de cortesanos, abades y nobles esperaba sus órdenes.
¿Qué se suponía que tenía que decir?
-Llevadlo a los calabozos -ordenó-. Y dejadme solo. Necesito meditar.
Unos soldados tomaron al ser por los hombros y lo sacaron de allí. No fue hasta que estuvo fuera de la sala que pudo por fin deshacerse del influjo que ejercía sobre él y mirar a Jacob. Su sonrisa se le antojó fuera de lugar. ¿Qué tenía de divertida la situación?
Pero de nuevo no dijo nada, pues tenía demasiadas ganas de quedarse a solas. Así que dejó que uno a uno fueran abandonando la sala entre reverencias hasta que finalmente su chambelán cerró la puerta tras de sí.
Una vez a solas se permitió hundir la cabeza entre los hombros y llevarse las manos a la cara. Un elfo... En sus tierras... No. ¡En su castillo! Intuyó que los días que se avecinaban iban a ser de todo menos tranquilos.
Debían interrogar al ser, determinar el grado de la amenaza y actuar en consecuencia. Debía barrer el reino, buscar más abominaciones, eliminarlas allí donde las hayare... Se preguntó que habría hecho su padre, que habría hecho su hermano, de haberse visto en su lugar. Pero no podía saberlo. Nunca podría saberlo, pues ya no estaban allí. Así que sólo le quedaba su propio juicio para proceder.
No.
Los abades... Les había llamado precisamente por eso. Que idiota, por poco se olvida...
Sí, hablaría con los abades y pediría consejo. Al fin y al cabo los elfos debían ser sin duda criaturas infernales. Y el Infierno era competencia de la Iglesia. Ellos mejor que nadie le podrían aconsejar.
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